lunes, 8 de octubre de 2007

Muere un niño desnutrido.

Miro la huerta de una anciana y los cereales crecen sin disputa con las hortalizas. Sus manos, instrumentos de labranza, labran la fortaleza de un niño. Esta tierra condensa los olores como una red envuelve el aire que la llena y deja que suceda todo lo que debe: crecen las fibras y nuevas semillas se disponen. Hay un hilo de río que entreteje la totalidad de la trama. Esta tierra es una y su mapa el engaño concebido hasta la perfección y todos quienes la habitan la merecen. Ciento ochenta mil niños morirán de hambre desde hoy al próximo domingo del Señor. El Papa critica el egoísmo y la indiferencia de los ricos. No entrará un rico al reino de Dios. En esta tierra hay ochocientos cincuenta millones de personas hambrientas y desnutridas; en veinte años serán tres mil millones de personas hambrientas y desnutridas. Los números matan la poesía pero no muere la poesía siniestra en la mirada de un niño que muere. El esqueleto del niño parece un río seco que se ha quebrado y sus ojos fijos con la exactitud de una brújula señalan hacia donde estamos yendo. Y la anciana siembra.

El doctor.

Camina desde hace un tiempo con un bastón parecido al de Borges que sus cinco hijos le compraron en San Telmo. No escribió. Fue un hombre de acción: no navegó por los diversos mares del mundo pero supo desde siempre que un muerto no es un muerto: es la muerte, y contra ella anduvo poniendo las manos en las llagas, abriendo las gargantas, oliendo los olores de los cuerpos, revisando de pies a cabeza corazones rotos, gripes, embarazos, infecciones, visitando cada una de las miles de casas cuando la epidemia de parálisis infantil, curando. Con seis huevos le pagaban o con una gallina o con diez pesos, da lo mismo, sanar es lo que importa. Hace sesenta años no había allí antibióticos ni avenida General Paz ni ferrocarril, pero hubo allí su consultorio con la misma vitrina, los mismos tambores con gasas el mismo estetoscopio, el mismo tacho de basura y la misma banqueta donde se sienta aún a mirar en los ojos de un enfermo. El Hospital lo vio cada mañana, el consultorio cada tarde y ninguna noche entera pasó con su familia. Su único paraguas lo protegió hasta las casas de chapa cuando llovía y había que cruzar el lodazal para llegar a cualquier hora. Ahora llega de la mano de la mujer que ama, casi no habla, mira muy serio el homenaje que le hacen y oye muy serio las palabras de los funcionarios mientras piensa en que luego se comerá una naranja y después caminará. Junto a la placa con su nombre plantan un pino, lo acaricia, y agradece, y ya quiere llegar lo antes posible a su plácido jardín.

Cayasta, ciudad, ruinas bajo el agua.

Corre, corre el indio de la casa de don Emanuel Montiel hasta la Iglesia de la Merced llevando los recados y va luego a la Iglesia principal y de allí al convento donde los Jesuitas le enseñan las palabras que deberá decir en la más pequeña, la Iglesia de los indios. Camina y sabe que él no pelea contra esos hombres que han venido. Su padre no pelea y él tampoco entonces y juntos atienden también la finca de don Cristobal Garay. Corre y piensa que no conoció a don Juan, el fundador, que hace mucho se ha ido a gobernar otros lados pero se complace en servir a su hija Gerónima y a Hernando Arias de Saavedra. No entiende a los de su piel que pelean contra esos hombres. Su padre no pelea y sus hermanos tampoco. Los que pelean atacan cuando crece el río y aunque la ciudad está alta el agua daña. Habrá después de ir a la casa de los Garay y allí mirará todo siempre como espiando. En la Plaza de Armas están matando a un indio parecido a él. Se detiene pero no quiere mirar. Mira y al rato sigue caminando. En el Cabildo gritan, puede oírlos. Esos hombres siempre gritan. El día es claro como los ojos de una joven blanca cuyo nombre ignora. No hay viento y las cañas no sacuden ruido y los tigres hoy no atacan. Las nutrias andan por el río que se quedó tranquilo y no se mueve.