miércoles, 25 de febrero de 2009

La captura del instante - XXI

Una abuela y una nieta han arribado a la misma edad. Pero no es la edad de la conciencia perdida ni la de la virginidad de la razón. Ambas establecen hacia la otra un puente, y lo cruzan de un modo tan natural y liviano que por momentos resulta imposible saber quién de las dos es quién. Ambas son la mujer, la madre hija que la apariencia niega y la verdad les muestra. Juegan. Conversan. Prefieren jugar a veces. Prefieren conversar a veces. Y a veces recuerdan todo y simplemente oscilan: entonces es cuando ríen, entonces es cuando lloran. La abuela observa a la nieta con la misma atención con que la nieta la observa. Se pliega en ellas un estilo de conocimiento que la costumbre de los tiempos Desdeña; es un conocimiento detallado, preciso y sustancial, que no requiere de sofisticaciones, que rechaza el conflicto del amor como un esfuerzo, que se acomoda en las dos como quien se tiende a descansar sobre la tierra, libre de toda angustia, porque la otra, la madre hija, en algún sitio inefable las aguarda. La abuela y la nieta juegan, conversan, se ríen, se acarician, sin darse cuenta. Ningún pájaro las interrumpe, ningún río las inquieta, carecen de toda prisa, se hacen idénticas, las dos una, las dos tres, las dos la otra, las dos la ausente, la que nunca dejará de estar. El día, la noche, el frío, el calor, la apariencia del presente las protegen. Pero detrás habrá la sombra siempre. El viento mueve, anda por las cosas; se hace evidente en las ramas de los plátanos. La mirada inquieta de la madre hija, la ausente que no dejará de estar jamás, no se turba cuando el cabello le cruza la cara. En sus manos tiene abiertas llagas que imagina páginas de un libro que ahora no está leyendo y ya nunca leerá. ¿Mira en verdad o piensa? ¿O ni mira ni piensa y acaso deja que representaciones antiguas le sucedan? ¿Y si estuviera intentando imaginar para sí otra vida? No. Es una mujer anclada en un anhelo lejano, perdida, lastimada, y sin embargo busca que le sean correspondidos sus deseos. Hay una niña que es su hija. Hay una abuela que es su madre. Lejos de ella, una ráfaga levanta la arena y la niña festeja. La abuela gira y exclama el principio de un llanto que no decide detener. Recuerda a la mujer, a la hija madre, y recuerda su confianza en ella. Nada malo nunca pasaría. ¿Esa hija madre será alguna vez un pájaro que camina cerca? La niña se complace en correr, se acerca y ahora un pájaro pía y no se inmuta. Por el contrario, avanzan uno hacia otro. Suavemente, como si fuera la experimentada dueña de un oficio único, la niña abre sus manos, y delicado el pájaro se deja agarrar. Lo alza. La emoción de la niña es tan inédita como la totalidad de su gesto y tan completa como la ausencia presente para siempre de su madre. Sube sus brazos, abre sus manos, y en el mismo acto impulsa a volar al pájaro. El viento coincide con su movimiento, todo de sí lo eleva, el pájaro salta hacia el aire, el viento corre, el pájaro es ahora un punto cada vez más lejano en contraste con la ligera claridad de este atardecer. La niña busca entonces afanosa la mirada de su abuela que sigue inmóvil con las hojas del libro que su hija madre ya no leerá, letras agitadas y precisas, que no ignoran el viento, ni a la niña, ni al pájaro, inevitable en esta escena de la vida. El mundo sigue siendo necesario. La niña entiende que todo lo aprendido lleva consigo la promesa de un engaño y de la verdad más absoluta, y que únicamente siempre deberá buscar, para ir hacia un final donde quede el misterio de un principio. La abuela quiere jugar a las preguntas; háganle las preguntas del amor; hoy vuelve a no saber, y entonces todo lo puede contestar porque el deseo es nuevamente un parto, trémulo, turbado, entre el miedo y el arrojo, hasta descansar en su mirada de todas las fatigas de toda la vida. La altura es un espacio que no es jamás ajeno aunque el paisaje sea propio apenas un instante. La mujer hija madre recupera la nostalgia como un amanecer que alumbra la noche de su infancia, y, calladamente, con un silencio que nombra con la precisión que ningún eco podría, se niega su muerte a ser una sentencia. Mujer hija madre de esa nostalgia viva es, fértil para ser su propia madre y su propia hija, la ascendencia y la descendencia, la absoluta posibilidad. Se ofrece la roca en la cantera a las manos que la harán fragmentos y luego al dibujo y al cálculo y a los andamios, a la altura prevista, a la alcanzada. No importa la fe del arquitecto; conoce las maneras para acercarse al infinito. La abuela madre, la madre hija, la niña hija, son una catedral que elevará durante el resto de los tiempos nuestros ruegos como un lazo benéfico, nuestra exigencia inclaudicable como un certero lazo. La esperanza de eternidad es inacabable. Un artesano todavía pule la pequeña tulipa de una lumbrera donde engarzarán vitreaux con imágenes de libertad y justicia que tienen el rostro de los niños que serán mañana los herederos de la eterna construcción. Separadas, juntas, cuando oyen las voces de la noche saben que las tres son hijas de la eternidad y del silencio y que todo lo sucedido es un final que comienza a cada instante. Se saben las tres siempre moribundas como el humo y la noche, y se saben siempre sobrevivientes como el amanecer. Todo hay por esperar, una nacida fuerza nueva que a salvo queda de la consumación. Asisten la abuela, la madre, la hija al nacimiento. Es posible tal hazaña.

martes, 16 de octubre de 2007

La Pochi y el Nicolás

Había una parra en el terreno y le gustó esa sombra. Entonces construyó la base de la casa de modo que allí quedara el patio donde jugarían los niños y él descansaría las piernas. El vino patero no debe ser difícil de hacer, se dijo sin saber que esas no eran uvas para vino. En Salta hay viñedos que nunca conoció: apenas supo de la única calle que no era de tierra, de las calles de tierra y de los montes bajos llenos de luz y espinos. El vino era siempre oscuro y ardoroso en la casa del padre, a su hermano mayor lo ponía malo y la madre decía todo lo que puede decir una madre callada. Cuando viajó hacia Buenos Aires no podía imaginarla y a mitad de camino tuvo ganas de volver, pero le dió más miedo que se rieran. Los dulces siempre fueron caramelos de azúcar fabricados en la casa, por eso trabajar de fabricador de chocolates lo desconcertó tanto como los edificios y las avenidas donde no crecen ni el berro ni la acelga y el sol sirve nada más que para darse cuenta que es de día. Hay pocas estrellas en este cielo de noche, pensaba mientras se desprendía en un yuyal, porque en el baño de la pensión, sentado como un preso no podía acostumbrarse. El río ancho le dejaba la mente en blanco, el alma en paz y triste, y para sacarse esa tristeza y ebullirse la sangre se dejaba pasear por las estaciones de los trenes donde había caras parecidas, vendedores de cosas, deformes y retardados, negocios de choripanes y equipos de audio, maricas que lo buscaban un ratito y se iban asustados porque él ponía su metro noventa en la mirada y seguía caminando detrás de alguna mujer a la que nunca se animaba. Al final de esos sábados el día no había dejado de ser triste. Los domingos extrañaba y los lunes los compañeros en la fábrica se reían a carcajadas contando del fútbol y los bailes, mientras él se callaba el recuerdo del horno de ladrillos en el fondo de la casa de su padre. Cuando la conoció le gustó que fuera bizca, porque ese ojo alejaba a los otros y por eso él se podía hacer ilusiones con ella, que no hablaba con nadie, iguales los dos, quién sabe si no fueran el uno para el otro, no se animaba a pensar. Por más que ella estuviera donde empaquetaban los alfajores, y él, lejos, limpiando las bateas de acero inoxidable, de vez en cuando podían verse y se empezaron a sonreír nerviosos, y a ella el ojo se le pegaba todavía más a la nariz y así a él le pareció todavía más bonita. Un día se animó, y la invitó a salir. Ella dijo que sí. Pasearon, y le mostró el terreno.

Tango

Pero resulta que a veces nos ataca el mal de Moebius y no lo sabíamos: es imposible reírse, carcajear, siquiera sonreír, esbozar o asomar el deseo de la risa, su ilusión aunque más no sea. Es una cuestión de musculitos, músculos chicos, caras de culos chicos asesinados por policías que se ríen en las pizzerías, escuelas donde las casas de los alumnos están detrás del horizonte como una siniestra definición de la utopía, algo que no llegará aunque se camine y se camine. Hijos de puta los que disponen, se quieren robar hasta las palabras porque con los millones que no usan para remedios ni comida no les alcanza para sentirse totalmente seguros; el miedo no es zonzo y tienen miedo y hacen bien: ¿alguna vez el horizonte no será un límite infinito, será la evidencia que ocultaron, y la utopía un hecho, una idea convertida en acontecimiento, la sublime rutina? Los millones de amigos que no tienen trabajo se enteran de reojo por los diarios en qué porcentaje de la torta los metieron. Frente a cualquier casa otra familia instala bolsas y cartones para imaginar la suya: la madre dispone dos ambientes separados por una chapa para preservar su intimidad ante sus niños, mientras los moja la lluvia y yo vuelvo a preguntarme cómo voy a hacer para utilizar alguna vez la palabra lluvia en un poema de amor. Ser un poeta es ser un imbécil o qué me creo: pretender un poema dedicado a todo lo que somos, hasta al amor que no nombro y que nos pasó y nos pasa, si quiero lo cito a Passolini, qué culto me puse, nada más fuera de moda que un Marxista para ser moderno. Ay, ay, ay, las palabras son tan serias que darían risas si pudieran. De tan solemnes los poemas se vuelven deliciosos y esnobs. Cosa mía si escribo como un slogan publicitario, el mensaje sostiene el contenido, la magia del encantamiento. Me atribuyo cualidades que deberían avergonzarme. Magos, pero magos, magos, fueron unos que con un pase de varita ni soñado, pesadilla inconcebible, concibieron el efecto sorpresivo y sorprendente de hacer desaparecer lo que se les antojara, empezando por personas, y después, qué importa del después, toda justicia no está más. Otra vez: ¿cuándo se llega al final, cómo se empieza?

Un día.

Ya sé que mezclo, que venga alguien y me diga cómo hacer, oriéntenme, ordénenme la cabeza y las entrañas, soy un tipo, pertenezco al granero del mundo, con libertad de mercado asegurada, que de tanta causa asco, y tan libremente grosera y tan libremente promiscua que dan ganas, claro que uno no se anima, de mandar a la mismísima libertad a la concha de su hermana. ¿La libertad, la justicia y la belleza serán hermanas? Es genial cómo se las arreglan los diarios y la tele y la radio y los rumores para que sepamos todo lo que quieren que sepamos sin enterarnos de ninguna verdad y que las cosas sigan de mal en peor o de bien en mejor, según el lado del precipicio que nos toque, unos de un lado, los demás del otro, los mismos dos o tres de siempre en la cumbre majestuosa y el resto agarrándose de una ramita o cayendo mientras los filman. Válgame Dios, cómo no mezclar, cómo intentar un único poema riguroso y rítmico, destinado al clasicismo, con un orden bello en sus movimientos, con ideas claras, con los más elevados sentimientos y un lenguaje que ilumine. Conocí a un tipo que tiene mal de Chagas pero es blanco. Al otro que conozco lo conocí hace mucho y era un negro colectivero, no daba más, manejar lo estropeaba peor, cada boleto que cortaba era un latido menos; en cambio este otro escribe guiones o publicidades, no sé, y cómo vive en Buenos aires y tiene plata no sufre tanto del cuerpo, aunque, quién le quita del bocho al tipo la guachada de una transfusión mal hecha en un sanatorio de primera. Es fabuloso el plan, es realmente ingenioso el modo en que los mundos se acercaron, una especie de subversión del socialismo, meta palo y a la bolsa. Un día de estos alguien se tiene que atrever, ¿no te parece?

miércoles, 10 de octubre de 2007

Silencio heroico

Tenía, ¿tendrá?, cara de nazi, apellido de jerarca, actitud de hombre de la Gestapo, pero era, ¿es?, nada más que un santafecino, y para colmo bancario. Toda una vida padeció jefes, fue puntual, ascendió lentamente, contó billetes ajenos y los vio únicamente como pedazos de papel, estos de ahora son deplorables, destiñen enseguida, se ajan pronto, no como aquellos grandotes con el General San Martín en su apogeo. Los tiempos cambian. La vida es dura. ¿Al fin y al cabo por qué no? Calláte, calláte, le dijeron todos desde siempre. Soy un poeta y pocos me comprenden, calló Fendrich. Soy ambos del que piensan que soy, calló Fendrich. Soy ambos y en los dos estoy yo, dijo San Agustín. Las cosas no tienen significación, sino existencia, dijo Caerio. Y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime, dijo Alvaro de Campos. Bastante metafísica hay en no pensar en nada, replicó Caerio. ¿Pero no ven la poesía de mi acto?, calló Fendrich. ¿La existencia sublime de mi nada?, siguió callando Fendrich. ¿Qué metafísica más contundente que 3.200.001 nadas?, calló Fendrich. ¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!, dijo Vallejo. Para expresar mi vida, mi entera vida, cada uno de mis gestos, mis hijos y mi amor, mi pequeñez y mis hazañas, sólo cuento conmigo, ¿por qué entonces piden más? Seguramente daré alguna que otra excusa, coartada aprendí que le dicen, tal vez hasta sea cierta, pero qué lástima romper con el misterio, calló Fendrich. Un héroe sabe soportarlo todo incluso la ignorancia ajena.

Memoria

(Q E P D) Su esposa, sus hijos, su nieto, familiares y amigos, participan su fallecimiento y que sus restos fueron inhumados en el cementerio Libertad, Merlo. Servicio Empresa Juarros y Ollero. Precedentemente al momento de su muerte cerró la ventana que estuvo siempre abierta, tapó con los postigos la luz de la mañana y clausuró las ganas. Dejó en suspenso todos sus criterios y ya no olió su jazmín, desentendido, y no acarició los pétalos que antes fueron una textura tan preciada como la piel que amó. Prometió no volver a mirarse en el espejo, aunque sabía que no habría promesa más fácil de cumplir, y apenas con la satisfacción de un desertor se ordenó al silencio sin buscar ningún refugio. No reparó en nadie, y se dispuso. Esperó sin siquiera pensar en ese instante, apartado por fin de todo intento de certeza. Abocado sólo a no saber, pretendió también un último consuelo: no recordar. Murió sin esa dicha.

martes, 9 de octubre de 2007

En blanco

La hija menor de la familia Campoy nació ciega y tonta. Fue el 9 de octubre en que yo cumplí cinco años y lo recuerdo porque en esa época el nacimiento de alguien en mi barrio era un acontecimiento específico: todos recibíamos a los recién nacidos para incorporar inmediatamente su futura historia a nuestras vidas. Con ella no pasó lo mismo. Mi abuela, calabresa, abuela además de cuanto niño hubiera, sentenció: -Es mal augurio que una ciega y tonta nazca el mismo día que mi nieto. La señora Shiller preguntó si el mal augurio era para la niña o para mí. -Para los dos. Mi abuela nunca dudaba y siempre toleraba sólo la aprobación de quienes la rodeaban. Esa tarde en la puerta de la maternidad resolvió que ninguno de nosotros, los niños, jugaríamos con la recién nacida. La mamá de la niña era bella y pequeña. Uno la veía venir a la distancia y reconocía su paso llevado con serenidad. Hablaba en tono bajo, pero se le entendía perfectamente, y nunca olvidaba hacernos preguntas que nos reconfortaban de acuerdo a las virtudes que más sobresalían en cada uno de nosotros. A mí, que hacía todo sin destacarme en nada, siempre me preguntaba, después de mirarme y sonreír durante un extraño silencio: -¿Y vos, todavía no te decidiste a pintar cuadros? Yo confesaba que no sabía ser pintor, pudoroso, y sin entender por qué me hacía esa pregunta si ni siquiera calcaba bien y me aburría en las clases de dibujo. Ella me sonreía un tiempo más, luego nos daba a cada uno un caramelo, saludaba con un gesto, comenzaba a alejarse y a medida que se alejaba parecía más grande, como si el centro lejano y breve de la perspectiva lograse ser más importante que el resto del cuadro. Desde que nació la niña ciega y tonta nunca más vimos a la mamá. Tampoco nunca conocimos a la niña. Algunos decían que tenía los ojos en blanco y no podía aprender a caminar y que vivía abrazada a su madre en una sala oscura de la casa. Pero nada de eso se sabe si fue cierto. Hoy la niña, si vive, cumple años, como yo. Y si murió, los cumpliría, mientras los cumplo yo. Nunca vi a la niña ciega y tonta y ni siquiera me queda una excusa para no haberla pintado.

lunes, 8 de octubre de 2007

Muere un niño desnutrido.

Miro la huerta de una anciana y los cereales crecen sin disputa con las hortalizas. Sus manos, instrumentos de labranza, labran la fortaleza de un niño. Esta tierra condensa los olores como una red envuelve el aire que la llena y deja que suceda todo lo que debe: crecen las fibras y nuevas semillas se disponen. Hay un hilo de río que entreteje la totalidad de la trama. Esta tierra es una y su mapa el engaño concebido hasta la perfección y todos quienes la habitan la merecen. Ciento ochenta mil niños morirán de hambre desde hoy al próximo domingo del Señor. El Papa critica el egoísmo y la indiferencia de los ricos. No entrará un rico al reino de Dios. En esta tierra hay ochocientos cincuenta millones de personas hambrientas y desnutridas; en veinte años serán tres mil millones de personas hambrientas y desnutridas. Los números matan la poesía pero no muere la poesía siniestra en la mirada de un niño que muere. El esqueleto del niño parece un río seco que se ha quebrado y sus ojos fijos con la exactitud de una brújula señalan hacia donde estamos yendo. Y la anciana siembra.

El doctor.

Camina desde hace un tiempo con un bastón parecido al de Borges que sus cinco hijos le compraron en San Telmo. No escribió. Fue un hombre de acción: no navegó por los diversos mares del mundo pero supo desde siempre que un muerto no es un muerto: es la muerte, y contra ella anduvo poniendo las manos en las llagas, abriendo las gargantas, oliendo los olores de los cuerpos, revisando de pies a cabeza corazones rotos, gripes, embarazos, infecciones, visitando cada una de las miles de casas cuando la epidemia de parálisis infantil, curando. Con seis huevos le pagaban o con una gallina o con diez pesos, da lo mismo, sanar es lo que importa. Hace sesenta años no había allí antibióticos ni avenida General Paz ni ferrocarril, pero hubo allí su consultorio con la misma vitrina, los mismos tambores con gasas el mismo estetoscopio, el mismo tacho de basura y la misma banqueta donde se sienta aún a mirar en los ojos de un enfermo. El Hospital lo vio cada mañana, el consultorio cada tarde y ninguna noche entera pasó con su familia. Su único paraguas lo protegió hasta las casas de chapa cuando llovía y había que cruzar el lodazal para llegar a cualquier hora. Ahora llega de la mano de la mujer que ama, casi no habla, mira muy serio el homenaje que le hacen y oye muy serio las palabras de los funcionarios mientras piensa en que luego se comerá una naranja y después caminará. Junto a la placa con su nombre plantan un pino, lo acaricia, y agradece, y ya quiere llegar lo antes posible a su plácido jardín.

Cayasta, ciudad, ruinas bajo el agua.

Corre, corre el indio de la casa de don Emanuel Montiel hasta la Iglesia de la Merced llevando los recados y va luego a la Iglesia principal y de allí al convento donde los Jesuitas le enseñan las palabras que deberá decir en la más pequeña, la Iglesia de los indios. Camina y sabe que él no pelea contra esos hombres que han venido. Su padre no pelea y él tampoco entonces y juntos atienden también la finca de don Cristobal Garay. Corre y piensa que no conoció a don Juan, el fundador, que hace mucho se ha ido a gobernar otros lados pero se complace en servir a su hija Gerónima y a Hernando Arias de Saavedra. No entiende a los de su piel que pelean contra esos hombres. Su padre no pelea y sus hermanos tampoco. Los que pelean atacan cuando crece el río y aunque la ciudad está alta el agua daña. Habrá después de ir a la casa de los Garay y allí mirará todo siempre como espiando. En la Plaza de Armas están matando a un indio parecido a él. Se detiene pero no quiere mirar. Mira y al rato sigue caminando. En el Cabildo gritan, puede oírlos. Esos hombres siempre gritan. El día es claro como los ojos de una joven blanca cuyo nombre ignora. No hay viento y las cañas no sacuden ruido y los tigres hoy no atacan. Las nutrias andan por el río que se quedó tranquilo y no se mueve.

martes, 2 de octubre de 2007

Niñas ruandesas, el mundo es un pañuelo.

Nyirakaranea, Uwimanimpane, Ntirenganya, vengan chicas a tomar la sopa; ordenen su pieza, hagan los deberes, apaguen por favor ese televisor. En la pantalla el noticiero informa y vemos sus ojos. ¿Serán grandes? ¿O los cuerpos están tan desnutridos que sus ojos parecen gigantescos? Los ojos son muy importantes en las personas, hay que mirar a los ojos, una mirada franca se reconoce enseguida y genera confianza, desconfiemos de los que agachan la cabeza o miran para otro lado. ¿O serán ojos tan llenos de terror como ellas saben? Tres niñas, seis ojos para ver, todo un muestrario, tampoco es cuestión de tener que andar mirando los dos millones de ojos del millón de refugiados hutus que ya se han muerto. Hubo un médico argentino que fue el único que quedó en zona de combate, qué talento el nuestro para estar siempre presentes, el tordo allá con las pibas, es casi como un embajador que nos enorgullece. Esto de Ruanda y Zaire es un lío, ¿quién lo entiende? Es difícil hasta imaginárselo en colores aunque la tele ande bien; uno se piensa que esas cosas pasan solamente en blanco y negro, ¿será causa y efecto de las fotos de los diarios? Cuánto budista que todo lo comprende, dan ganas de probar un om bien largo. ¡Chicas vengan! No son horas estas de andar solas por la calle, puede pasar cualquier colectivero que como todos está loco y no sería nada lindo que las pisase, tuviéramos que amputarles las piernitas o recoger sus ojitos reventados del asfalto en la avenida de los Incas.

Cine de acción

Las aguas bajan turbias. Allá arriba algo están haciendo mal, las balas no les salen, por ahí hasta no hay mala intención. qué se yo, digo yo, que soy nada más que un simple espectador, ¿o acaso las películas no son responsabilidad absoluta de los directores? Mejor no me miren a mi, yo no miro a nadie, la pantalla está allá arriba, es imposible confundirse, bien alta y a la vista de todos; yo pagué mi entrada, no me jodan, quiero ver a las estrellas. Hay un par de tipos que hablan durante la función, ¿no se dan cuenta de que molestan? Al menos un poco de pudor, cordura, buena educación, griten bajito, che, el centro del mundo nos está mirando desde la fotografía, ¿qué ganan con tantos comentario y alharaca? Si el film es malo esperemos que den otro más bueno, después de todo se es nada más que un entretenimiento. Molestan como moscas los se quedaron afuera; si nadie los participó, muchachos, ¿qué esperaban? No se aceptan colados a esta gala que se parece tanto a un festival. Debe haber un jurado para juzgar en paz y los invitados nos merecemos un poco de respeto; es que necesariamente tiene que haber ganadores y perdedores, chicos, y es muy feo declarar el primer premio desierto. Al final los tiros aciertan en el medio de los ojos, no son tontos, y la música es preciosa y gana el héroe. Comamos un turrón, vienen los títulos.

La bombonera

Antes, en el terreno de juego no había nada. Seguramente habrá pasado por allí algún indio niño a zancadas dichosas hacia el río sin manchas para volver y jugar con barro y, ¿por qué no?, gritar de risa. Ahora está el estadio, imponente vasija, para contener la alegría y que no se desparrame por todos lados; al fin y al cabo, la felicidad es un espejo casi circular y circulan setenta mil kilowatios y desde chicos nos lo advirtieron: la electricidad es contagiosa. ¿Se puede describir una jugada? ¡Callensé por favor los relatores! El relato es el hecho, son piernas y reflejos, cosas que empiezan algunos y otros completan con la mirada: un buen acierto siempre lo termina el hincha. ¡Silencio! ¡Silencio! ¡Que se escuchen solamente las respiraciones! ¡Atención! ¡Oigan palpitar, tiembla el cemento! Puede escucharse el aletear de una mariposa feliz y ¿qué importa si breve? ¡Adelante, ahora si, gritemos gol! Cada vez que sucede sucede a perpetuidad y a veces es lo mejor que podemos recordar ante tanto olvido imperdonable. ¡Vamos! ¡Ya mismo volvamos al partido! ¡Somos guerreros indios desatados! Bravo. Por favor señora, devuelva la pelota, que hay que seguir jugando.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Lourdes

Yo vivo acá en el colegio, es inmenso. Es un seminario y cuando seamos grandes vamos a salir sacerdotes. Alguna vez voy a ir a Roma, al Vaticano, y lo voy a conocer al Santo Padre. Tengo que ser bueno y ser obediente. Yo sé que por más que me esmere igual peco porque el santo más santo peca siete veces por día. Hoy me levanté muy resfriado pero no me importó porque desde ayer estaba contento por la tarea que nos toca hacer. Acá en el colegio hay huertas, y canchas de fútbol y patios, y una gruta a la que es muy difícil llegar porque hay un único camino que para colmo en los días de lluvia se embarra y se hace intransitable. Ayer el hermano Nicasio, que es muy gordo y siempre anda con una campana de metal entre las manos, nos dijo que tenemos que abrir otro camino hacia la gruta. El hermano Nicasio me asusta un poco, sobre todo de noche cuando escucho el crujido de sus pasos por los corredores. Siempre, en invierno o en verano, usa sandalias franciscanas que se llaman así porque las usaba San Francisco de Asís. El hermano Nicasio dice que está mal que haya un solo camino, que como bordea el montecito y tiene suelo de roca no absorbe el agua, entonces cuando llueve un poco más de la cuenta se inunda y no se puede pasar hasta por lo menos tres días después, cuando el sol seca todo, y como acá en invierno llueve mucho, es necesario hacer otro camino hacia la gruta, sino no se la puede visitar la mayor parte del tiempo y eso no es bueno para la fe, que en gran medida, dice, se nutre de las oraciones a la Virgen y a Santa Bernardita. Siempre pienso que el día en que a Santa Bernardita se le apareció la Virgen en la gruta de Lourdes debíó ser un día hermoso. El Hermano Nicasio dice que la gruta de Lourdes, la original, la de Francia, es igual a la de nuestro colegio pero un poco más grande. No sé cómo es Lourdes. Yo le voy a pedir al hermano Luis, que es más dulce que el hermano Nicasio y no pega con la campana en nuestras cabezas, que me enseñe un libro de la biblioteca donde haya fotos. El hermano Luis, que estuvo, cuenta que Lourdes es un lugar con mucho campo partido por montes de piedra, con árboles que se desparraman como pájaros sueltos hasta agruparse en bandadas, o sea bosques cada tanto, donde la sombra es tanta que siendo de día parece de noche. La gruta de Lourdes debe estar como la nuestra, metida en medio de un ramillete de árboles al que es difícil entrar, me imagino. El Hermano Luis dijo que no hay que talar más árboles que los necesarios para hacer el camino nuevo pero el Hermano Nicasio le contestó que aunque a él también le diera pena es inevitable, es preferible sacrificar algunos árboles que no poder acceder a la gruta y tener que sacrificar la fe. Forte, un compañero que quiero mucho y no sé por qué no nos dejan dormir en la misma pieza, dijo que hay sierras eléctricas, pero el Hermano Nicasio le contestó que no, que tenemos que hachar nosotros los árboles, que es un buen ejercicio que nos va a hacer valorar más a la Virgen cada vez que recorramos ese camino para llegar a ella, porque habrá sido el fruto de nuestro esfuerzo. A mi me encantó la idea de tener un hacha en la mano y hachar como si fuéramos don Julio, el señor que hacha la leña para combatir el frío, que no sé por qué no le decimos leñador. El Hermano Nicasio dice que no tenemos que tomarnos como un juego el hecho de hacer un nuevo camino hacia la gruta, que al contrario, tenemos que hacer el camino nuevo hacia la gruta con sentido de sacrificio porque de esa manera Dios lo va a apreciar. Empezamos a trabajar y después de no parar en todo el día, cuando terminamos al anochecer, el camino nuevo está hecho. Es ancho y no se va a inundar más y estamos todos felices porque el acceso a la Virgen está garantizado. Yo, hachando, transpiré mucho aunque hacía mucho frío, y soporté sin quejarme el dolor en los brazos y las llagas en las manos que me salieron. Estoy orgulloso, pero no mucho porque no quiero caer en el pecado de vanidad. El Hermano Nicasio, tenía razón cuando dijo que hachar lastima y que hay que aprovechar para ofrecerle nuestras lastimaduras al Señor y a la Virgen, su madre.

martes, 25 de septiembre de 2007

Carta de un muerto inminente

Querida: Voy a contarle. Conocí antes la duda que la certeza. No tuve siquiera el beneficio de la ceguera inicial. Apenas pude ver, ví, con la mirada girando hacia cada nuevo hallazgo, opuesto al anterior. Así ando, entre la calma de los inocentes y la inmutabilidad de los que no tienen fe. En cada despertar sé que moriré ese día, y esa certeza me distingue y me libera de todo compromiso: no soy el responsable de mi muerte. Entonces el afán desaparece y el ansia de absoluto se vuelve fútil. No hay misterio que pueda invocar porque ya no hay misterio, y la duda ignoro para afirmar la sentencia que no apelo: todo es duda. A veces me hago mi única pregunta: ¿Y si de pronto todo fuera cierto y los indicios llevaran al conocimiento, y lo que pasa significara algo más que la copia de lo que sucede, y sucediesen los atisbos que la fe intuye, y la evocación del origen y el ansia del arribo fuesen memoria viva y certeza futura? "Yo vivo en la barrio de las mentiras donde hay un gato que no tiene cola un mate sin bombilla y un pájaro sin pico que canta igual". Ojalá, palabra que viene del árabe y significa "quiera Dios", yo pueda escribir alguna vez un poema como el que escribió mi hija cuando tenía seis años. Mi hija es una joven que lee y que escribe poemas sin otro motivo que el puro acto de jugar con el lenguaje. Es una tarea a la que se aplica con una soltura que la hace feliz. En cambio yo, que fui educado con Las Sagradas Escrituras, escribo con el peso de una orden; pero más desdichado andaría si no escribiera: me es inevitable. De todos modos sé muy bien, aunque lo olvide constantemente, que no hay escritura sagrada; hay solamente escritura. Mi hija y yo somos distintos y, claro, nuestros poemas también, porque la poesía es antes que nada una experiencia personal, tan íntima y delicada como para entender que hoy en día sean muy pocos los interesados en compartirla. Mientras todos necesitamos salud, trabajo, educación o lujos, los poetas y los lectores además necesitamos de la poesía, porque hay allí un acto de fe que no podemos perdernos, aunque ese acto, a veces, sea negarla. Le sigo contando. Una niña de tres años me dijo un día: "Dios es nadie". Tal vez es cierto y Dios sea nada más que un tema para creer, para hablar o para escribir, con la ilusión de estar un poco más cerca de lo esencial, que por otra parte, tal vez tampoco exista. Tal vez Dios sea sólo un tema necesario, que como la poesía para mí, desde siempre se hizo inevitable. Un amigo poeta, que creía en la poesía pero no en Dios, me dijo un día: “O soy eterno o ya estoy muerto. Y eterno no debo ser, a menos que yo sea una especie de Jesús que no lo sabe y que se va a enterar en la otra vida. Resucitaré? ¿Vos vendrías a ser Juan o Judas? Elegí el personaje que más te guste en la única versión de la vida de Cristo donde el protagonista no sería él”. Yo nunca sabré si fui Juan o Judas, pero estoy seguro de que mi amigo se alivió de su sarcasmo y su desesperanza cuando poco antes de morir escribió un elogio a la duda. Un cura al que no le gustaba debatir me dijo un día: “La fe es un don natural, nunca una alteración psicológica. Hoy en día a los hombres de fe se los juzga como próximos a la psicosis o como a cobardes ante el terror que produce la evidencia de una eternidad que la razón jamás va a poder explicar. No hay nadie más valiente que un hombre de fe porque acepta y sostiene la herencia Divina sin pervertirla.” Un tiempo después el cura se cansó de debatir defendiendo la fe y se enamoró de una psicóloga con la que ahora tienen tres hijos a los cuales les enseñan que las religiones son mecanismos del poder. Una mujer me dijo: “Serán las cosas de Dios o del azar, pero es mía tu perfección.” Y yo, claro, no le creí, y no me enamoré. Leí que O'Neil dijo: “Todo arte dramático carece de interés si no se trata de las relaciones del hombre con Dios”. Yo no creo que sea verdad. Creo sí, que las relaciones del hombre con Dios, sean las que fuesen y aunque lo nieguen, son siempre y para todos una experiencia personal, como la poesía o el amor.

jueves, 20 de septiembre de 2007

No te duermas

¿Por qué rezás antes dormirte? En treinta años de matrimonio nunca te lo pregunté. Quiero decir, ¿cada noche rezás con fe, o es una costumbre? ¿Es una especie de cábala? ¿Es miedo? ¿De verdad creés que Dios escucha tu rezo? Yo creí con una seguridad absoluta sobre lo que creía. Creía en Dios con una certeza totalmente despojada de angustia. No era el miedo, ni la obligación, ni la costumbre. Eso vino después... De chica todavía podía ser pura. Era un instante original. Era el origen de mi vida que se me presentaba diáfano, sin otro condicionamiento que mi propio deseo de creer. ¿Te acordás de los vitreaux que había en la iglesia grande? Yo asistía cotidianamente al milagro. Cuando todos volvían de comulgar, yo, con mis propios ojos, era testigo del milagro. Los veía iluminarse suavemente de un color rosado, y veía cómo los rostros de los que recién habían sido congraciados con el cuerpo de Cristo se tornaban plácidos, iluminados por la bendición Divina. Era la prueba más rigurosa de que Dios se instalaba en nosotros después del acto supremo de la comunión. Era la maravillosa reiteración de su sacrificio. Un sacrificio que también yo compartiría cuando fuera monja. Y yo me sentía poderosa por poseer el don de asistir y ser parte del milagro. Hasta tal punto estaba segura de lo que veía que no tuve necesidad de compartirlo con nadie porque era casi una blasfemia comentarle a alguien una evidencia que seguramente todos sentirían, y que como yo, con serenidad, callaban. Los seres humanos éramos luminados por una luz sagrada, como si Dios durante un instante nos acariciase, para dejarnos luego, otra vez, solos en la tierra, pero ahora, más fuertes y seguros. Tenía quince años cuando me di cuenta de que no había milagro alguno y que la luz que yo veía era simplemente el sol que entraba por los vitreaux y que caía sobre el pasillo central, donde pasábamos después de comulgar. No era una fantasía de niña. Era mi voluntad por confirmar lo mejor que nos podía pasar. Ser protegidos e iluminados por Dios. ¿O puede imaginarse otro destino más extraordinario para los seres humanos? ¿Se te ocurre otra forma más perfecta para abarcar la vida? ¿No estamos desde siempre buscando la manera de confirmar que esta perfección sea verdadera? ¿Qué sueños venimos soñando todos desde hace siglos? ¿No es acaso el sueño más hermoso que podemos soñar? ¿Y entonces, cómo fue que dejé de creer? ¿Qué pasó? ¿Qué pasó?

lunes, 17 de septiembre de 2007

Beati pauperes spiritu

La gruta con la imagen de la Virgen de Lourdes, ¿te acordás? Estaba llena de muletas viejas, bastones y hasta sillas de ruedas... Iban los enfermos a rezar y bañarse con agua bendita. Una vieja llevó al hijo paralítico durante catorce años, todos los días... De pronto un día, dejó de venir. Se habrá muerto, pobre vieja... Desgraciadamente en la gruta del seminario nunca se curó nadie. La fe es una forma de curanderismo,¿ no? Una manera de tener cerca a la gente. Ahora cada vez vienen menos a la iglesia. ¿A qué se dedican? Ven televisión, usan la computadora, y se creen que saben algo. Ese es el problema, se creen que saben, y no creen. Es una paradoja verdaderamente dramática, ¿no? La fe requiere de una ignorancia ingenua. Cuanto más ignorante somos, cuanto menos sabemos y menos podemos explicarnos, mas necesidad tenemos de creer ciegamente en algo sobrenatural que nos tranquilice. La fe reemplaza nuestra incapacidad para entender. Nos adormece. Nos distrae de la horrible certeza de que nada tiene sentido. Por eso, mi compromiso es con mi sacerdocio y con los votos que prometí cumplir y cumplo. Y con mi Iglesia. Por encima de todo con mi Iglesia. Aceptándola imperfecta y hasta cruel. Pero es mi Iglesia y es la jerarquía que obedezco. Yo no reniego de mi mismo. No tengo falsos pruritos ni pequeños traumas vergonzantes. No me debato entre Dios y el diablo sin definirme por ninguno. Pensalo, viejo. A los tibios... ¿Qué buscás? Aceptálo. Los sacerdotes, la mayoría de las veces, somos tan ignorantes como todos y tenemos que mentir, como nosotros. ¿De chico? De chico se cree en todo, qué vivo. Por eso es importante que sea en la niñez donde comiencen a formarse los nuevos sacerdotes. Cuando nosotros éramos chicos era todo mas claro. No se nos permitían dudas existenciales o cuestionamientos metafísicos. Hoy en día le enseñás el evangelio a un chico y te mira como un marmota mientras piensa en los videojuegos. Y en el mejor de los casos te habla del big-bang sin entender de qué está hablando. Un adulto con fe, en una reunión social, se tiene que callar para que no lo acusen de neurótico. Hace cincuenta años creíamos en Dios porque nos enseñaban con miedo. El terror era una forma pedagógica que daba excelentes resultados para formar futuros hombres de buena fe. Ahora, da asco. No hay quien crea en nosotros. Los evangelistas arrasan, y los ateos van por ahí, sin ninguna culpa. Da asco. Hay que volver al latín. Hay que volver a inventar a Dios. Si no lo inventamos todo el tiempo, se nos muere. ¿Y no te parece un gran pecado, dejarlo morir a Dios?

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Mamahuicha

Cuando era chica y venía a un cementerio siempre sentía algo raro. No me daba miedo. La acompañaba a la Mamahuicha a visitar a su esposo. Yo venía porque quería. Me gustaría estar con ella... La ayudaba a arreglar la tumba, lustrábamos los bronces, limpiábamos la foto, cambiábamos la foto... Después la Mamahuicha se sentaba, prendía un toscano y se lo fumaba despacito. Y yo me entretenía mirándole la cara a la gente, toda seria...Y me daba cuenta que nadie sufría por los muertos. Como la Mamahuicha, que lo único que hacía era fumarse el toscano entrecerrando sus ojitos esquivos, mirando para adentro, viéndose a si misma. Solamente sufrían los que enterraban al muerto ese día, pero yo me daba cuenta de que con el tiempo iban a hacer como todos, se resignarían, se olvidarían y no sufrirían más. Lo que yo sentía de raro era eso. Como cuando me fui. Al principio padecí, lloré, y hasta me parece que sufrí un poco. Con el tiempo, dejé de sufrir. Yo siempre supe lo que me iba a pasar. Como con el pie. Cuando se burlaban o me miraban de reojo a mi no me hacía nada. Yo sabía que era algo que me diferenciaba. Y fue así. Me distinguió. Me empecé a dar cuenta cuando me fui. Los hombres me trataban distinto, se acercaban a mí de otra manera. Hasta en los cementerios. Todos los cementerios son iguales. Nunca están vacíos. ¿Hay algo mas lleno que esto? Todo esta tapado pero no vacío. ¿Cómo se llamaba ese? Giovanni Olivitto. Vivió sesenta y seis años. La cantidad de cosas que Giovanni Olivitto, habrá hecho en sesenta y seis años. Nació en Italia y vino acá de chico. Pobre, sin saber el idioma, en un país extraño. Hasta con que con el tiempo se fue acostumbrando. Como todos. Seguro que trabajó mucho toda su vida. Poniendo adoquines. Un adoquín, dos adoquines, tres adoquines, mil adoquines, cien mil adoquines. En vez de quedarse en su aldea cosechando aceitunas, terminó envejeciendo poniendo un millón de adoquines. Don Giovanni se alimentaba mal y fumaba mucho. Un día le dio un infarto y al otro lo enterraron acá. No. Este lugar está lleno de historias, lo que pasa es que prefieren ocultarlas, ¿no?

martes, 11 de septiembre de 2007

El cuento que no se escribirá

Poné bombachas mías también, que siempre te olvidás. Lo notable es que para denominar el grado mayor del conocimiento al que se arribó, a los científicos no les quedó otra alternativa que apelar a un adjetivo y a una honomatopeya. Y tiene una lógica perfecta eso. ¿Qué hubiésemos podido hacer? Llamarlo: ¿“The first time”, “The original instant”? No. Porque eso sería conceptualizar sobre un saber que en realidad nos plantea un infinito de ignorancias. Y es ridículo conceptualizar lo que se ignora, ¿no? En cambio el simple, breve y bello: “Big bang”, lo dice todo. No es un concepto. Es una evocación. A mi me costó aceptarlo, acostumbrada yo a verme obligada a ser precisa en todo. ¿Te vas a apurar? Y ahí comprendí la diferencia entre precisión y exactitud. El Big Bang no es preciso, pero es exacto. ¡Vamos, Ana! Y además cumple un requisito fundamental: es concebible. Uno puede concebir ese gran estallido, aún sin comprenderlo. Es una certidumbre del absoluto. Pero, ¿si a toda la ciencia se le permitiera el mismo grado de libertad, de qué modo la ciencia se diferenciaría del pensamiento mágico? Dios es un invento mediante el cual creemos que mágicamente las cosas tienen un sentido. En cambio la ciencia le da un sentido a las cosas. Apúrate amor. Ahora bien: entre el Big Bang y el primer esbozo de saber real hay una esfera gigantesca de un no saber que no sólo no nos paraliza sino que nos estimula. Un hueco en la memoria universal. Y entre ese hueco y nosotros, la genética. Vos y yo. ¿Sabías que los primeros microorganismos de los cuales se tienen constancia eran pura y exclusivamente femeninos? Su conformación y su reproducción exclusivamente femeninas. Lo masculino aparece mucho después. Ana, te hago la valija. Eran células. Y de esas células femeninas, venimos. Aún hoy hay plantas de sexo únicamente femenino que se reproducen solas. ¿Qué hacés, estás loca? Mi amor, sin mí estarías perdida. Te prohíbo que lleves cuadernos y lápices. Olvidate un poco de que sos escritora. Te ruego que seas quince días nada más que una mujer. Nos vamos de vacaciones para no hacer nada, para no pensar en nada. No seas obsesiva, querés. ¿Te conté de la entropía?

lunes, 10 de septiembre de 2007

до свидания (Adios)

Amada Galina, ya está Rolando presentando la función, escucho el clarín desafinado y los redobles a destiempo y me decido a escribirte con el corazón abierto, como si fuera yo un chico con fe en su primera confesión. Es evidente para ambos que desde hace ya bastante tiempo yo no soy prioritario para vos. Y a veces las cosas mas evidentes son las más difíciles de reconocer. Uno se niega, quiere luchar contra la idea que ya sabe y al mismo tiempo pretende olvidar. Pero tarde o temprano la evidencia se impone. No podemos luchar contra lo que sentimos. Yo no te juzgo. Vos lo sabés. Y también sabés que es verdad que eso que parece una manera de juzgarte es en el fondo una desesperada necesidad mía de lograr hablar el mismo idioma. Y eso no pasa. Alguna vez los dos creímos que iba a ser posible, pero no lo fue. Yo era joven y confiaba en mí, vos casi una niña que también creías que alguna vez yo iba a ser capaz de inventar un gran número o atreverme a ser empresario y fundar mi propio circo. Gran Circo Internacional de la Luz íbamos a llamarlo, ¿te acordás? Hoy te dije que se me había ocurrido una nueva rutina y apenas empecé a contártela ya me habías interrumpido cambiando de tema. Yo sé que no lo hacés de mala ni para hacerme sufrir, pero no sabés cuánto me duele esa forma tuya acostumbrada, cansada de mí, y por supuesto, también me duele que te agote mi dolor, mi fracaso, mi baja estima. Yo sé que mis conflictos, por reiterativos, acabaron por agotarte. No estoy dramatizando. Simplemente hablo con objetividad de mí y de vos. Lo que pasó hoy es un ejemplo al pasar, si querés menor, pero significativo. Yo sé, y vos también, que hoy para vos fue más importante y trascendente hablar con Fabricio que conmigo. No te acuso de cruel, pero vos sabés que yo no entiendo el italiano. Nuestro problema es que no sólo hablamos distintos idiomas, también tenemos distintos sentimientos el uno hacia el otro. Galina mía, debemos enfrentar que vos ya te cansaste de muchas cosas mías, de aspectos míos que pasan a serte desde molestos a indiferentes. Y que si no te animás a hablarlo conmigo es porque no querés dañarme ni empezar discusiones que nunca llevan a entendernos. Pero, ¿vas a lograr vivir mucho tiempo escondiendo eso? De hecho no podés esconderlo. Se nota. Soy objetivo. No sólo hablo de tu mirada hacia mí como payaso; fundamentalmente veo tu mirada hacia mí como tu hombre. Yo veo en tu mirada que ya no lo soy. Y te juro que eso desencaja. Porque no hay culpa ninguna tuya. Lo terrible es que esa mirada tuya -que desearía yo enamorada mucho más que cualquier aplauso- ve ahora a un hombre viejo, que nunca fue brillante, ni le quedan gestos ni ademanes para sorprenderte, y del cual no podés esperar mucho, del cual nada mágico esperás. Es mi culpa. Tengo que aceptar que ya estoy gastado, que ya no sirvo más, que fracasé, que nunca me atreví a subir al trapecio ni me resolví a ser un domador. Yo sé que Helmut es fascinante cuando mira fijo al león, le dice ¡ruhe! y el león le obedece. Yo sé que es maravilloso verlos volar a Pepino y a Laura de una cuerda a otra en saltos mortales que yo jamás me atrevería dar. Porque si al menos me atreviera, y subiera, como ellos, sin red, y cayera y muriera al fin en medio de una función inolvidable, yo me haría para vos inolvidable. Pero no, ni siquiera me atrevo a subirme a la mitad de la escalera cuando Antonio disfrazado de oso me persigue. Hace un rato vi que mirabas la foto que está pegada en la heladerita de cuando nos conocimos, en la gira por el Noroeste, en Purmamarca, al pie del cerro de los siete colores, vos y yo sonriendo frente a la carpa, creyendo, nuevos, que todo sería posible. Yo todavía era fuerte y a tu lado pensé que habría revancha, que tendría sentido alguna vez este padecimiento de querer hacer reír recibiendo siempre yo las cachetadas de Paulino. Y eso me sostenía ilusionado y feliz, y podía al menos ocultar tanta desdicha ante las silbatinas feroces de la gente. Yo quise ser un artista y me quedé únicamente con mi pobre maquillaje y mi traje ajado y descolorido; sin rebeldía, sin coraje, sin locura, sin ego, sin talento, sin fuerzas. Hoy soy un cuerpo que se arrastra a duras penas, un corazón que siente un miedo tan intenso como cuando niño, y una mueca de tristeza en mi cara que ninguna máscara ya puede disfrazar. Si alguna vez fui capaz de sacarle al menos una sonrisa al público, hoy ni siquiera puedo eso. No hacer reír a nadie no es mi mayor condena; no hacerte reír a vos es mi sentencia. Y a pesar de todo intento creerme muchas veces inmensamente feliz, como en un espejismo que me fabrico, hasta que comprendo que tu manera de amarme cambió, tu manera de mirarme, de sentirme cambió, y hoy es una manera que ya no tiene la necesidad de la entrega mutua y mucho menos, absoluta. Te pido perdón por todo lo que te merecés y no te di. Te pido perdón por no ser capaz de brindarte todo eso que bulle adentro tuyo y que le exigís a la vida, por todos los kilómetros que soportaste a mi lado en el carromato, por no haber logrado nunca que nos contrataran en circos europeos, por todo lo que no te sorprendí, por todo lo que no te di, por todo lo que no fui capaz de lograr para que me admirarás. Nunca estás más hermosa y viva que cuando admirás a alguien. Y eso no te ocurre conmigo desde hace años. Hubo un tiempo en que tuve sí ese privilegio, y eso prueba que no sos culpable de nada, porque cuando sentías que te tenías que entregar totalmente a mí lo hiciste. Y ahora, simplemente no podés hacerlo porque ya no lo sentís. Me queda todavía cierta inteligencia como para decirte que sigas siendo como sos. Conservá tu locura, tu caos, seguí siendo esa contorsionista con un cuerpo que parece no tener principio ni final, porque solamente una persona muy libre puede ser como vos. No pierdas ni tu libertad ni nada de todo eso que en mí es miedo. Seguramente te envidio. Una última dignidad me hace pensar que no, pero empiezo a dudar. Perdonáme también esta agonía diaria que debo ser a veces, en la cual te debatís entre el deseo de que mi corazón reviente en medio de una función y el deseo de que alguna vez pueda por fin yo perder el pánico escénico. Perdón por generarte esas contradicciones tan feas que te hago vivir. Perdón por anhelar lo que no fui digno de ser. Sabé que te amé siempre y cada día a la distancia te amaré mas, y que en cada carcajada que no reímos, hubo en mí la tristeza de saberlo. Te dejo, amada, me voy donde ni yo lo sé, te libro de mí. Ojalá mi ausencia te resuelva a volver a Rusia y allí valoren todo lo que valés. Quizá alguna vez alguien pueda traducirte esta carta, pero será mejor que no, será mejor que ignores para siempre lo que aquí te escribo, que ignores este modo cobarde de huir, para imaginarme un canalla que se atrevió a dejarte porque se enamoró de una ecuyere y fue tras ella.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Te perdí.

¿Te perdí? ¿De verdad te perdí? Te perdí pero no entiendo cuál es tu juego. ¿Cuál es tu juego conmigo? Porque después, cuando recuerdes esto te vas a cagar de risa, yo lo sé. La última vez que hicimos el amor fue lindo, fue lindo hacerlo. No fue lindo no vernos durante tanto tiempo. A mi me parece que vos todo lo planificás. Vos me vas a decir que hay algo más importante que un momento amoroso, que lo que importa es mí persona, toda yo, que toda zafe definitivamente y que después de eso pueda decir, bueno, el laburo, el amor, mi hija, mi identidad como mujer, mi vocación, y la verdad es que me estás haciendo la gran Beto. Lo que hizo mi papá conmigo. Me descartan porque estoy enferma y molesto. Me descartás, jugás conmigo, me descartás, te lo juro por mi hermana. No entiendo tu juego, entiendo que, que me estás demostrando quien sos, ahora más que nunca sé quien sos, entiendo que me estás mostrando todo, que algo te debo interesar para que estés acá, no creo que, que.., o, bah, capaz te divierte mucho. Está bien, hacé lo que quieras, hacé lo que quieras. Si hay algo de lo que me cansé es de pedir. Hacé lo que quieras. Hacé lo que quieras. Simplemente al decirme que no querés hacer el amor conmigo me hacés sentir mal, porque, no entiendo, no entiendo cómo sacarme de la cabeza que no lo estás haciendo porque realmente lo que querés es que pase eso, que yo diga bueno, no querés involucrarte conmigo, entendés, no querés tener nada conmigo, no querés, no querés que yo vaya al cine con vos, no querés que yo me enamore, no querés que yo me..., no querés hacer conmigo lo que vos tenés con tu vida, creo que viene por ahí la mano, creo que viene por ahí. No es un invento. Yo no puedo tragarme semejante incoherencia. A mi me hace mal que me estés dejando. O sea que no tenemos nada. Porque si tenemos un inmenso amor el uno por el otro por qué no podés hacer el amor conmigo. Por qué no podés ser lúcido haciendo todo igual pero también haciendo el amor conmigo, ¿por qué no? Haciendo todo igual. ¿Por qué descartás eso? ¿Por qué descartás eso? Y si yo me voy ahora siento la misma soledad, ¿ o no? Es lo mismo. Y yo sé que no somos pareja. Yo te amo, vos no me crees. Vos me amás. ¿Cúal es el problema? ¿Tan bagayo soy? No lo entiendo. Yo necesito estar con vos, hoy. Si yo no estoy con vos hoy, me voy a dormir sola a mi casa, ¿entendés? ¿No te das cuenta? ¿Decime qué pasa? No te entiendo. Es la primera vez que no te entiendo, ¿por qué te cuesta tanto hacer el amor conmigo? Porque no tenés ganas. No. No tenés ganas. De mí. Vos crees que sabés quien soy, pero no sabés quién voy a terminar siendo. Y esa es tu ceguera. Puede pasar que yo aparezca muerta en la casa de un boludo o que me ubique en la vida. ¿Tan loca soy? Hace un mes tuve una crisis. Vino el Same. Con dos pastillas solamente tuve una crisis. ¿En qué cambiaría mi vida si yo hago el amor con vos? ¿En que cambiaría? Vos no me amás. Yo estoy segura de que no me amás. Me tenés bronca, o te burlás o te estás vengando. Date cuenta de cómo empezamos y de cómo terminamos. ¿Soy nada? ¿Yo soy nada? ¿Conmigo no ganás nada? ¿Nada valgo, nada te doy? Si algún día yo soy la gran mina que vos querés que sea, toda sanita, vos a lo sumo te sentirías halagado por haberme cambiado, pero amor por mí ni sentís ni vas a sentir. Qué boluda, que pelotuda, que estúpida, que al pedo, corrí al pedo como una estúpida, todo lo hice por vos. Hoy estaba deprimida y corrí a la peluquería porque pensé que no podía venir a verte así, lo hice por vos, estaba deprimida y sin embargo fui a la peluquería, no tenía ganas, pero fui porque no podía venir así desgreñada. Dije hoy me tiene que ver teñida, no puedo ser tan hija de puta de venir con un arbolito en la cabeza toda así desparramada, vos nunca podrías ser una cosa más, vos ya sos para mí, para vos será una boludez pero para mí, lo hice porque lo hice por vos. Detesto la peluquería. Qué malo que sos, no podés ser tan malo, sos muy malo. Te vengás. Todo esto es a propósito, todo esto es a propósito para que yo no me acerque más a tu vida. Vos me conocés y sabés que así es lo peor que me podés hacer, que yo me enrollo cuando se alejan. Lo hacés a propósito. Me siento rechazada, ¿sabías? Sabías que era lo peor. No te voy a llamar. ¿Qué te pensás que soy, una regalada? Una no sé... A mi una persona que me dice todo lo que me dijiste, no sé, ya está, o sea, me estás cargando, no te molesto más, no te molesto más, ya está. ¿A vos no te parece más sensato que en vez de estar diciéndome todas estás pelotudeces decirme la verdad, la verdad, que no te quiero más en mi vida, no te parece más sano? No sé qué hacés acá. Sos un perverso. Un psicópata. Está bien. Yo no quiero ser una molestia en tu vida, sabés. Yo no te odio. Yo no te odio. Nunca en tu vida te voy a poder odiar. La frase tuya es mía. Vos estás enfermo. Vos te podés ir pero vos te vas a quedar conmigo igual, vos te podés ir físicamente pero a mí no me saca nadie a vos de adentro. No te quiero ver más, para qué, para que me hagas sufrir, para que me hagas sentir una enferma y me rechaces. ¿Para eso? ¿Para ser mi psiquiatra? Me voy a quemar el pelo. ¿Por qué me hiciste esto? ¿Por qué me dejás sola? ¿Por qué me decís de irme a mi casa? ¿Por qué me tengo que ir a mi casa si yo no me quiero ir a mi casa ahora? Decime que te tenés que encontrar con alguien. Decime la verdad. Tenés que ir a ver a otra mujer, ¿no? Decime la verdad por el amor de Cristo. ¿Me estás cargando? Mirá cómo estoy. ¿Así querés que empiece a hacerme responsable de mí? No puedo abrir lo ojos. Yo hoy me doy cuenta de que fue absurdo que alguna vez pensara que vos me estabas tratando como una mujer. Yo hoy me doy cuenta de que siempre me estuviste tratando como una loca. Y me río de haber pensado así.

jueves, 30 de agosto de 2007

Hablá.

¿Cómo sé yo que no estoy muerta? No, si te estás riendo no te rías. Siempre te reís cuando salgo con estas cosas, como la vez que se me ocurrió que todo está adentro, y que por eso es tan difícil comunicarnos o hacerle el bien a los demás, porque como todo está adentro, todo, hasta el universo está adentro de algo, nosotros también y al estar adentro se nos hace casi imposible sacarnos afuera. No estaba nada mal mi idea. Vos fijate que el bien es siempre algo para afuera, en cambio el mal, no, el mal es para adentro. Parece que se hace afuera, pero el que hace el mal daña a otro que está afuera, está bien, ya sé, pero igual se puede distinguir que hace el mal para adentro suyo, para disfrutarlo solo. En cambio el que hace el bien lo hace de verdad para afuera, como si se sacara algo suyo y lo diera. Igual no me importa si te estás riendo o no. En todo caso si yo me pregunto si estoy muerta o no es cosa mía y tengo derecho. ¿Qué? Si hay algo a lo que todos tenemos derecho es a saber si estamos muertos o vivos, ¿no? Yo sé que es vulgar expresarlo así y que seguramente miles de filósofos geniales se preguntaron lo mismo y escribieron grandes libros al respecto, pero yo, acá, ahora, porque lo decido y tal vez porque no puedo evitarlo me pregunto, ¿cómo sé que yo no estoy muerta? ¿Ves?, si no puedo verte ni me contestás, tampoco puedo saber si estás o no, y por lo tanto la posibilidad de que no estés existe, con lo cual yo estaría sola, y sola no tengo manera de confirmar si estoy viva. Bueno, está bien, siento la arena todavía tibia ahora, y oigo el ruido de las olas que vienen y se desvanecen, me salió una linda frase, la palabra desvanecer siempre me gustó, siempre la asocié a un encantamiento y no a un desmayo, y también puedo ver el cielo estrellado que no se desvanece, y hace un rato pasó una estrella fugaz y yo pedí tres deseos que no incluyeron no morir inmediatamente después. Debo aceptarlo, debés o deberías aceptarlo, todo esto que siento, oigo, veo ahora no prueba en lo más mínimo que yo esté viva, tal como yo considero que se está vivo o que es estar vivo. O sea, perfectamente recuerdo que estar viva para mí se confirmaba porque en la realidad que me rodeaba había personas, que más o menos literalmente o no, me lo decían de un modo u otro. Por ejemplo, con el más chiquito de los gestos ajenos, yo sabía que mi existencia era un hecho. Un niño que pasó a mi lado una tarde mientras lloraba y era arrastrado por su mamá, de pronto giró y dejó de llorar por un instante para fijar sus ojos en los míos. Fue apenas un instante porque su mamá lo arrastraba con fuerza y brutalmente se lo llevó. No, no, no. No hablo de nada misteriosos ni esotérico. No pretendo decir que la mirada con el niño fue producto de una experiencia religiosa ni de nada parecido. Al contrario. El niño me miró porque cuando yo lo vi venir de frente me dio ternura y pena que llorara y entonces le guiñé un ojo, así instintivamente casi, y al cruzarnos los dos giramos para seguir mirándonos un segundo más. Lo que quiero decir es que ese momento fue real en el sentido de que cuando lo viví, yo supe que en ese momento yo estaba viva. No me preguntes por qué, no voy a hacer falsa psicología y a suponer que ese momento fue trascendente para mí porque en realidad yo quería tener un hijo y estaba frustrada porque no fue así, y tampoco porque me identifiqué con el niño porque a mí también mi mamá me pegaba en la calle y en público cuando yo era chica. No. Ni mamá a mí no me pegó nunca y tampoco sé si la mamá del niño le había pegado. Por ahí el nene era un caprichoso insoportable que lloraba porque qué se yo. Lo que yo sé es que ese instante para mí fue muy trascendente, y que ahora que lo recuerdo también. Y no te creas que no me doy cuenta de que estoy diciendo “recuerdo” y que si digo “recuerdo” es porque debo estar viva, porque los muertos no recuerdan. Me doy perfectamente cuenta de todo. Dejáme decirte que digo “recuerdo” porque es la sensación que tengo, y, está bien, es cierto, es absolutamente idéntica esta sensación de “recuerdo” al acto de recordar. Pero nada me asegura que en verdad yo no esté muerta, y que ese proceso mental pero también espiritual que estando vivos llamamos “recordar”, estando muertos no sea igual. O por ahí, inclusive, es más que igual; quiero decir que por ahí, recordar ahora es más real de lo real que eran los recuerdos cuando yo estaba viva, y es por eso que ahora bien yo podría estar muerta, y no estar recordando sino simplemente trayendo desde el espacio-tiempo en que las cosas sucedieron, lo que sucedió. Claro que no se trata de que ese “traer” sea literal. Siempre igual con vos: las cosas no son literales, por lo menos no siempre. No es un “traer” ni literal ni absoluto; no es un acto. Porque si fuera así entonces cada muerto reabriría su vida, digamos, haciendo que los sucesos se repitan y de esa manera podría hasta alterarlos. No, yo no hablo de ese tipo de intervención de los distintos planos de las supuestas realidades, tipo película o cuento de ciencia ficción, o, ¿por qué no?, hasta algún concepto mal aprendido que pueda basarse livianamente en Einstein. Yo hablo sencillamente de que estando muerta, bien puedo capturar en un espacio imaginario algo que sucedió, que no necesariamente está en mi cerebro, pero que yo lo percibo en mi cerebro. ¿Cómo sé que no estoy muerta? O más bien debería decir, ¿cómo sé que no soy una muerta? Porque si de hecho esto que me pasa ahora, viva o muerta, me está sucediendo, si me estuviera sucediendo estando yo muerta, estaría yo siendo una muerta. Porque el concepto de “estar muerto” viene de la mirada que tienen los vivos acerca de los muertos. Nadie dice: mi papá es un muerto. Dicen: mi papá está muerto. Y el “está” ahí, yo no soy semióloga pero me doy cuenta, adquiere un carácter de concepto rígido, inmutable, una significación que subyacentemente afirma que ese “estar” es definitivo y a la vez inmodificable. De acuerdo, es muy posible que los muertos no resuciten y que Lázaro y todos los demás sean mitos, pero que dejar de vivir sea definitivo e inmodificable para la realidad de los vivos no quiere decir que desde la realidad de los muertos las cosas sean así. De hecho el budismo cree en reencarnaciones y planos o etapas, no sé muy bien, y el catolicismo en el cielo, el infierno y en el purgatorio, justamente un lugar de paso, y todas la religiones en algo más o menos parecido, porque qué sentido tendría una religión que dijese: señoras y señores, nosotros creemos que después que nos morimos se acaba todo. Más bien eso lo puede decir un filósofo ateo o un científico ateo, o un ateo liso y llano. No estoy metiéndome en camisas de once varas o siete varas, nunca supe muy bien cómo es el refrán; yo sé muy bien que no sé nada de filosofía ni de religión ni de ciencia. Nunca supe, y siempre fui una persona más bien cómoda con su ignorancia; nunca me dio culpa y en general fui conciente de mis límites como para poder dedicarme a disfrutar mi vida sin la sensación fea de que no era yo una persona preparada. Lo era. Yo vivía armónicamente preparada para la clase de vida que me gustaba: trabajaba en algo que no me agotaba y donde más o menos la pasaba bien, tenía un novio muy buen tipo, alguna vez iría a tener hijos, pero tampoco era una obsesiva con eso, era yo una buena hija y hermana, buena amiga de mis amigas, que nada me sobrara y que nada me faltara me dejaba contenta. No entiendo qué hay de malo en ese supuesto término medio, mediocridad dirás, mas aún teniendo en cuenta que la palabra mediocridad viene de medio, supongo, estoy segura que refiriéndose a la mayoría de las personas. ¿O qué pretenden los pretenciosos? Y sin embargo yo que nunca fui pretenciosa y que sigo sin saber nada de religión ni de filosofía ni de nada, ahora, no sé por qué, me siento totalmente autorizada como nunca me sentí, para afirmar que yo no sé si no soy una muerta. Y si me pasa tal grado de compenetración y afirmación de mi misma, como mínimo tengo que permitirme sospechar que es probable que sea verdad, ¿se entiende? ¿Podés decir algo al menos? ¿No vas a contestarme? ¿No pensás hablar? ¿Vas a ser tan cruel de dejarme eternamente con la duda?

martes, 21 de agosto de 2007

La captura del instante XX

La niña entra corriendo y casi sin detenerse le dice al padre que su memoria se enojó toda. El padre complacido por lo que imagina una frase graciosa, pero sin poder evitar ese tipo de sonrisa que delata en todo adulto cierta condescendencia hacia los niños, le pregunta por qué. No sé, solamente se enojó y se fue, contesta la niña. El padre vuelve a sonreír y sigue trabajando. La niña se acerca aún más, lo toma del brazo y haciéndolo girar para que la mire, le dice que cuando no se acuerda de algo es porque su memoria está enojada, y que siempre se enoja con cosas sin mucha importancia, por ejemplo ayer su memoria se olvidó en dónde puso los patines, le cuenta que sufrió un rato, pero después se acordó que cuando se olvida que se olvidó de algo en seguida lo vuelve a recordar, y al rato encontró los patines, y que en cambio hoy su memoria se enojó toda, repite. No te entiendo, hija, le dice el padre. ¿Por qué me decís hija?; ¿yo soy tu hija?, le contesta la niña, preguntando. Entonces al hombre se le borra la sonrisa y se queda sin saber qué decir mientras mira a esa niña que no conoce.

Poema

Cuando aquella mañana la pura niebla anduvo entrecejos de sol aparecieron tiesos, promiscuos caracoles babearon por tu espalda y no dejó de amarte la florecida muerte. La nube, cripta más baja que las otras dejó una caravana de olvidos que no cesan de envanecerse, y siguen viniendo todavía sin amenazas rotas a proteger tu miedo. Pródigo el día, cierto, de todo te hizo libre y de ser otra vez los recuerdos de ahora, susurros que se fueron, anhelos míos tuyos, para dejarte a salvo, indiferente y nueva.

La captura del instante XIX

Se despierta y él no está. Es su hija la que duerme a su lado, la que se quedó cuidándola. Aun no amaneció, pero no le importa. Antes no le gustaba despertarse en medio de la noche, tener que esperar que se haga el día. Ahora sabe que ya no importan los minutos, las horas, todas las horas, quizá los años que pasará esperando. Sabe también que desde aquí en más no espera nada. Será apenas un transcurrir de sí misma hacia sí misma, un andar por ella, el mentiroso movimiento donde sólo habrá quietud. En otros, no en ella, sucederán las cosas. Será para otros la ilusión de un encuentro, la expectativa de visitar lugares o conocer sabores nuevos, la inminencia de lo que sea. Su vida seguirá aparente. Abrazará a sus nietas, sonreirá, hablará con amigas, dejará que sus hijos la protejan, tal vez cambie de casa y almacén, despertará de día como siempre, leerá, verá películas, irá a su médico, hará regalos en los cumpleaños. Todo lo que haga será la simulación de un seguir haciendo. Sin él, lo que le quede por vivir ya lo habrá vivido.

viernes, 17 de agosto de 2007

La captura del instante XVIII

De niña fue feliz entre muñecas de porcelana, valsesitos criollos, la ropa con puntillas y domingos en el atrio de la parroquia, después de misa, soltada de la mano de sus padres para jugar al cieloveo. No era evidente otro destino que la felicidad. Creció feliz de un modo tan intenso que a fuerza de ese rigor nunca le fue concebible la desdicha. Vivió feliz, y protegida, el devenir fue cada día grato, un acatado silencio ante el misterio. Envejeció feliz, con nietos a su falda, el campo como un viaje interminable, la atención de los otros, la cordial reverencia, la estima de los sacerdotes y el recuerdo gentil de su marido muerto. Y sin embargo fue capáz de dejarse llevar, y presa de un efecto inverificable para los demás, en la agonía se atrevió a perder la fe. Hoy no dijo últimas palabras, sólo sus ojos abiertos y aterrados.

jueves, 9 de agosto de 2007

La captura del instante -XVII-

Hay un hombre que controla su desesperación eficazmente, suele decirle a todos su sonrisa y cuando cae la gota de rocío desde la hoja del olivo hasta sus párpados antes se aleja; siempre llega a tiempo. Suele apoyar su rostro entre los pechos de una mujer pero nunca le confesará que no es lujuria; ella no ve el engaño, sólo se siente plena porque es fácil para ambos la postura. La soledad se ha vuelto inconfesable, un escarnio o un estigma, síntoma evidente del fracaso. Hoy de mañana toda evocación fue inútil; sin ligazón con el antes o el después la presencia del hombre se bastó para condenarlo. Es que no hay absolución posible cuando nada hay a excepción de ese presente de imposibles adjetivos: ni la piedra que brilló azulada ni el olor de la brisa al distraerse, ni el lunar orgulloso en el rostro olvidado ni la caricia fiel, ni el niño del ayer y tampoco el olivo que lo untará mañana. Sólo él dentro de él solo de él en la comprobación más certera del instante. Por fin le ha llegado la añorada ancianidad. Los tiradores le calzan bien, su hija menor agota felizmente sus caderas y al fin su mujer se ha convertido en su única mujer. Habla menos. Y ese silencio deja espacios que el pensamiento concentra. El orden, la magnitud y la brevedad, son ahora aspiraciones que ya puede no aceptar. Su mujer, antigua, le arroja besos como peldaños tan delicados que la asunción es la forma de la dicha. Es una felicidad que concierne únicamente a su felicidad y lo involucra. No importa más que el brillo de los ojos, la propia vanidad de la alegría, el bienestar del cuerpo. No hay otra cosa que esto. No hay nada más que esto.

lunes, 16 de julio de 2007

La captura del instante -XVI-

Ella camina por Madrid y quiere jugar a las preguntas; háganme las preguntas del amor, pide, ya que hoy ha vuelto a no saber y entonces todo lo puede contestar porque el deseo es nuevamente trémulo, turbado, entre el miedo y el arrojo. Es linda, delgada, y camina como si sus pies anduvieran a diez centímetros del piso. Pasa su mano izquierda por un viejo cartel de Sastrerías y la derecha oscila entre encender el cigarrillo o tocar la cabeza de un niño que le traerá la suerte. Las escaleras para llegar a la catedral la empeñan como trepando por la espalda del hombre más deseado; podría ahora descansar su mirada de todas las fatigas de su vida joven. La altura es un espacio que no es jamás ajeno aunque el paisaje sea propio apenas un momento. Deduce ofrecida la roca en la cantera a las manos que la harán fragmentos y luego al dibujo y al cálculo y a los andamios, a la altura prevista, a la alcanzada. No importa la fe del arquitecto; conoce las maneras para alzarse. La catedral elevará durante el resto de los tiempos los ruegos como un lazo benéfico. La esperanza de eternidad es inacabable. Un artesano pule todavía la pequeña ménsula de una lumbrera donde engarzarán vitreaux con imágenes de ángeles que tienen el rostro de los niños que serán mañana los herederos de la eterna construcción. Cuando oyó, recién, las voces de la noche, supo que vendrían inefables y el silencio sería todo lo sucedido, preciso, fugaz, incomprensible. Sigue caminando y a nadie espera ahora en la Puerta del Sol. Marca el campanario su prisa pero es lenta su marcha para ella. Calla el campanero y los murmullos de otros dictan la felicidad de la que no será sino testigo. Livianamente, en calma, aquí se encuentra el azar y se divergen luego los destinos alegres, amables, correspondidos, dados a la actitud de la belleza. Regresada de donde nació, ella otra vez va yendo donde ignora. Sopla el canto su viento con la persistencia de la cruz de mármol. El señor rey en sus jardines paseó ayer entre las moras que pendían altas y las castañas que comió, piensa ella, y se ríe de pensar en la Nobleza. Mira otra vez la catedral que ya quedó lejana y es híbrido el color de la piedra, pero agraciado por la luz de la puesta del sol. Las nubes en cambio son coloridas como rocas en el mar si amaneciera. Si llegara a saberse la verdad nada se sabría, argumenta: en la ignorancia el espiral de la mirada ciega su historia. Hoy de mañana tuvo una idea que al revelarse fue iluminación y es ahora certeza que ennegrece y por eso la desecha: ella misma es basura, dice, aquello que se arroja, lo que no ha de verse nuevamente. Nada hay ya por esperar, salvo una nacida idea nueva que a resguardo quede de la consumación. Ella se empeña en asistir al nacimiento de la idea para matarla de inmediato. ¿Será posible tal hazaña siempre? Las consecuencias de los sucesos lejanos, la rama seca que agarra, su pie trepando, el detalle del aceite del olivo en el recuerdo de su madre, la tristeza del crepúsculo entregada a unos suspiros que no puede comprender. Y su anuencia al porvenir que ya no espera, y al celo con que alguna vez protegieron su sonrisa. Delicadamente un pájaro sigue volando mientras ella quisiera abrazarse a alguna orilla. Se sabe siempre moribunda, como el humo y la noche.

lunes, 2 de julio de 2007

La captura del instante - XV-

En un bar viejo y silencioso su voz se escucha sin embargo apenas. El hombre habla, dice, gesticula. Cuenta que él ha permitido que se transformara su alma en un espacio psíquico. Así, de ese modo brutal, no le dejó al amor y al dolor otro sentido que el de ser minuciosa, superficialmente examinados, como si se tratara de un virus visto a través de un microscopio sin precisión. Con el resto de sus sentimientos le sucede lo mismo, sigue diciendo y toma más ginebra. Desde la primera, lejana, evidencia de su amor y su dolor, a partir de ese bienestar y malestar porque sí, a partir de esa constancia en la historia de su vida, de donde surgieron los indicios más claros de su íntima, natural oscuridad, y la inverificable razón de su existencia, él se ha dejado ser perdido, confuso, sin otra magia que una lógica tan rigurosa como inefable. Sufre la ausencia de sufrir, dice, y termina de beber.

miércoles, 27 de junio de 2007

La captura del instante -XIV-

Camina su padre; se sienta a su lado. La tarde es una calle desierta y sola en primavera. Son inefables su silencio y su mirada, y su pesadumbre es la de un hombre vencido. El niño sabe que su padre volverá a intentar de nuevo todo y anhelará otra vez el mar delante, su nombre en las memorias, la prisa de la infancia, y el porvenir de su niñez para ser alguna vez dos hombres. El niño sabe que su padre ahora le oculta su desdicha. Camina su padre; se sienta a su lado y el niño se abraza y reconforta. Los dos esto saben; pero el padre ignora el instante final, inevitable, que pronto ha de vivir.

La captura del instante -XIII-

Se empeña en conocerla. Va a ella. Su lapicera azul le escribe que ha llegado y todo su pasado viene a cuento como huellas que lo invitan. Va- mos, dice, dañado por el frío pero nuevo. Una his- toria de amor es siempre un imposible y nunca es posible no vivirla.

Poema

a mi madre Las consecuencias de los sucesos lejanos, la rama ahora seca, mi pie trepando, el detalle del aceite del olivo, la alegría de la tarde entregada a los suspiros. Y con tu anuencia el porvenir y el celo con que protegías mi sonrisa; delicadamente un pájaro queda volando por mis ojos mientras seguimos abrazados en la orilla.

miércoles, 20 de junio de 2007

La captura del instante -XII-

El anciano ha logrado entender que todo lo aprendido lleva consigo la promesa de un engaño y que únicamente desaprendiéndose podrá ir yendo hacia un final donde al menos quede el misterio de un improbable, posible principio. Alguna vez fue un artista fuerte. Hoy su vitalidad perdida es un recuerdo que no lo amarga. Sin embargo el anciano no ha pintado todo lo que anhelaba pintar, pero ese anhelo está vivo todavía y por eso sus ojos se mueven incansables aunque sus manos tiemblen. No lo hace sufrir que sus manos le impidan pintar, porque se sabe infatigable. El anciano ha visto la entronización del arte, una ceremonia que requiere de una muerte previa, lo que él llama un festejo inmóvil. Recuerda las paredes de los grandes museos como altares muertos, y guardando la costumbre, dioses que se han ofrecido a sacrificios vanos y rigen una fe olvidada. Cientos de cuadros, trazos, estilos que suponen la revelación de épocas, los procederes de los tiempos el anciano ha visto. Son cuadros que han sido expuestos para cumplir ese cometido de modo superficial, datos acumulados en almanaques, días no vividos. La ley, dice, es allí el sitio, y el espacio y la luz son formas de una rigidez que anula todo intento de las imágenes por exceder sus límites. El anciano ha visto a las multitudes avanzar felices, arrogantes, víctimas de la socialización de la ignorancia. Las ha visto detenerse unos segundos ante los cuadros, pero afirma que no sucedió en esos encuentros revelación alguna del instante. Así, cuenta, la Gioconda es alumbrada brutalmente por una metralla de flashes fotográficos, encuadrada al fondo y a un costado de quienes sonríen para la foto. No hay entonces enigma ni sosiego ni desasosiego en la tela. Hay sólo una tela pintada, dice. Apenas algún joven pintor la observa para hallarla. Y entonces el anciano sonríe, continuado.

jueves, 14 de junio de 2007

La promesa del instante -XI-

El cómico de la televisión no lo hace reír porque cuenta su chiste en un idioma que no comprende. Aún así imagina que es gracioso: circunspecto, le bastan pocos movimientos para causar desastres a su alrededor; y sin embargo no es filosófica su gracia, no crea el caos como un desafío. Es un cómico sin intención, cuyo asunto indescifrable es contar la historia de su estar allí como un personaje que el orden prevé incluso en su débil conocimiento. La mujer que a su lado también lo mira tampoco se ríe. Él cree que ella se da cuenta de que su verdadero interés se dirige a ella; él quiere creer que a ella le sucede lo mismo con él. No conocerse hace ideal la situación: quieren ocultar un impulso mutuo, pero como siempre la voluntad muestra sus resquicios y ambos perciben la posibilidad de un destino común. Este deseo es amor porque todo deseo es un deseo de amor. Los dos continúan calladamente ignorando sus voces. Él puede olerla y deduce que ella a él. La voz del cómico, sus palabras sin sentido, evitan el silencio incómodo, los privan de la violencia de tolerar no decir nada y los desembarazan de la compulsión que les impondría al menos un malestar sin posibilidad de resolución. Desconocida para él, ya ama su cara de mujer que ya no es joven, la fragilidad de sus movimientos, su manera de cruzar las piernas, sus pies livianos. El cómico gira apenas y arroja al suelo un jarrón que estalla. La mujer, a su costado, baja la vista queriendo que él no ignore su desesperación. El viejo hotel ahora es un posible hogar.

domingo, 10 de junio de 2007

La captura del instante -X-

Llueve ahora y la tarde cae serena. Una anciana camina y observa, y sin embargo su imagen se inmanta de una antigua indiferencia. Ella está en el paisaje y fuera del paisaje, como si pudiera calcarse una bella muñeca en la niña que la acuna; ser cada una, una, y a la vez, una ser ambas. No parece ser aquí este momento. Se diría más bien que está lloviendo y cayendo esta tarde en otro sitio, en uno de esos lugares que resuenan exóticos en la imaginación. No es aquí Buenos Aires; es Orán o El Cairo, o un pueblo perdido de la puna desde donde la anciana no ve las montañas, porque han quedado tapadas por las nubes que se han fijado como en un cuadro. Se mueven ramas, pero no existe el viento.

La captura del instante - IX-

Las grietas serán luego la mención de un poema, un juego asombroso de formas macabras. Ahora suenan como un enjambre que ha elegido la delicadeza. Es un susurro que ellos oían sin advertirlo, atentos como estaban a la situación para la cual se habían decidido. Aún no se conocían. Se habían visto, se habían gustado, habían pronunciado palabras, pero aún nada conocían del otro, de su intimidad más propia. Se besaron. Ese desliz los acercó. Ninguno de los dos opuso resistencia y sin embargo la ausencia de obstáculos no los apremiaba. Como dos ancianos a punto de abrazarse para después morir ellos lograron la inmovilidad y el acercamiento, y la inútil, inútil ilusión.

martes, 5 de junio de 2007

Poema

Recuperas la nostalgia como un amanecer que alumbra la noche de tu infancia, y, calladamente, con un silencio que te nombra con la precisión que ningún eco podría, se niega tu infancia a ser recuperada. Hijo de esa nostalgia seca eres, estéril para ser de ti tu padre la descendencia del que fuiste es imposible.

sábado, 2 de junio de 2007

Poema El mar se apresuró la tarde en que te fuiste; debió esperar prudentemente a que en la orilla secos nuestros pies hurgaran hasta dónde habría sido posible esforzar el entierro. Pero el mar no tuvo piedad ni fue pródigo: prodigar no es el acto brutal de derramarse sobre la indefensión de tus temblores y los míos agobiados por el frío en el alma, y condenados. ¿Nos lamían el aire las gaviotas esa tarde o es tan sólo mi deseo de testigos mudos: sombras que cruzaron en silencio de modo que la inmovilidad fuese aún más quieta? El instante es la única medida, única prueba de todas las sospechas, la evidencia fatal y yo sé ahora que las sombras cruzando por tu cara fueron la certeza que no tuve antes ni tendré después. Por eso es imprescindible que hayan estado las gaviotas o al menos nubes breves o demonios o lunas cruzando entre el sol y tu cara como una seda leve porque yo no soy capaz de soportar que no haya sido cierto. ¿A quién le importa la saliva en la boca el filo de un puñal o la amnesia de un muerto si no hay cómo limpiar la herida con la lengua ni cómo suponer un recuerdo o inventarlo? La noche es la amenaza más perfecta porque cumple cada día y ennegrece y donde estabas vos ya no se ve más que la oscura mancha de nada a donde se ha ido todo. ¡Ay, el instante exacto y el haberlo perdido ay, el maldito que soy por no haberlo aferrado ay, de mi amor mezquino, pobre de fe, mendigo ay, de mí, ay, de mí, por no haberte matado! El mar, hacha sin pena, ajeno a mi desdicha mojó tus pies, mojó mis pies, nos regresó a la historia que olvidábamos el instante en que la sombras te cruzaban y partiste de mí como se quiebra un tallo.

martes, 29 de mayo de 2007

Doña Nilda Doña Nilda era muy gorda. Debo decir que hace muchos años la gordura no era la de hoy. Era otra cosa. Una persona gorda, de niña era adorable; cuando llegaba a la juventud se convertía en una simpática candidata para un feliz matrimonio, una vez que tenía hijos era una madre ejemplar y, al fin, cuando era abuela y viejita había llegado al grado supremo de cariño y respeto popular: el barrio entero homenajeaba con infinitos gestos tantos años y kilos acumulados. En esta última etapa estaba doña Nilda, por lo tanto, entre otros ritos era obsequiada con las primeras rosas que florecían en los jardines vecinos, recibía el saludo ceremonioso y emotivo de los que tomaban la primera comunión, aprobaba la visita exultante de las quinceañeras con sus vestidos nuevos y ofrecía su gesto impostergable como cábala para la buena fortuna del equipo de fútbol de la cuadra. Personalmente participé de todos estos ritos, aunque no pude presentarle a mi novio ni anunciarle mi compromiso; ella tampoco estuvo en la parroquia la noche de nuestro casamiento, y si bien no era un pariente, de todos modos, yo la extrañé. Mi marido tardó bastante en comprender que yo siempre lamentara su ausencia y mis hijos hoy la recuerdan sin haberla conocido. Creo que Doña Nilda me quería. Cuando era chica, desde su balconcito de planta baja me ordenaba que fuera a ponerme un abrigo porque si no me iba a resfriar, y yo obedecía inmediatamente aunque eso significara que perdiera mi próximo turno en el elástico, un juego en el que siempre me destaqué. Aclaro, antes de que se me pueda acusar de dar una imagen equivocada de doña Nilda, que no era la típica anciana gorda que expresaba felicidad a cada instante ofreciendo su risa en cuanta ocasión pudiera. No. Doña Nilda no reía, su carácter era firme, su actitud seria y casi siempre estaba de muy mal humor. No era una mujer que se mostrara dichosa, y si lo era, nosotros nunca tuvimos modo de saberlo. Solamente en pocas oportunidades se la veía de mejor ánimo: cuando aparecía por la calle un perro desconocido y cuando un enfermo comenzaba a recuperarse. Cuando el perro había sido ya más o menos adoptado por el barrio o cuando el enfermo recuperaba su buena salud, el buen ánimo de doña Nilda volvía a desaparecer quedando su semblante adusto a la espera de nuevos acontecimientos. Solemne, lo observaba todo desde su balcón, que no era más que una pequeña saliente a la calle en la ventana de su habitación, pero que visto desde la vereda de enfrente enmarcaban la enormidad de su figura en una desproporción que le daban todavía mayor magnitud. Al amanecer la ventana se abría y doña Nilda se dejaba sentar para mirarlo todo. No fui la única que dibujó en primero inferior un trono y una reina madre debidos la inspiración que me provocaba. Hiciera buen tiempo o no, fuera invierno o verano, lloviera o cayera granizo, doña Nilda permanecía en su ventana desde que salía hasta las últimas horas de la noche, mucho después de que todos nos habíamos ido a dormir y cuando las calles ya habían quedado absolutamente desiertas. Por eso recuerdo a doña Nilda malhumorada, mandona y siempre: porque estaba siempre allí para corregirnos un peinado, indicarnos un dobladillo irregular, señalarnos un comportamiento vulgar y poco femenino, reprocharle de manera severa a los varones una guarangada, o decididamente para darnos órdenes. Otra vez debo aclarar un punto importante para que la historia de doña Nilda no se preste a confusión: todos le obedecíamos; hijos y padres, grandes y chicos, y hasta los otros ancianos sucumbían inevitablemente a sus órdenes, y jamás con una protesta. No tardé mucho en comprobar que había dos motivos para tanta obediencia sin queja: su permanencia y la inteligente precisión de sus palabras. De este modo doña Nilda era irrebatible: estaba siempre y hablaba poco, pero constantemente tenía razón diciendo nada más que la verdad. Esto explica nuestro comportamiento ante ella, pero no la explica a ella. De ella todo es un misterio. Nunca hablaba de su vida, no mencionaba parientes, y como había sido la primera en hacer una casa en esas cuadras cuando todavía eran puro campo, nadie sabía ningún antecedente a su llegada. Un solo dato nos ofrecía la vida de doña Nilda: un hombre de edad madura cada día pasaba muy temprano de mañana por su balcón y le dejaba un paquete con lo que suponíamos debía ser su comida. Luego, sin otro gesto que esa entrega, volvía a subirse a su automóvil lujoso y partía. Lo imaginábamos el hijo o en todo caso un nieto, o algún sobrino, y a veces, por qué no, un hermano mucho menor. Con el correr del tiempo la sospecha más lógica a la que arribamos fue que era simplemente un empleado, pero, ¿contratado por quién? Doña Nilda no parecía una mujer de recursos excesivos ni dispuesta a dejarse atender, aunque es cierto que su extrema gordura le impedía desplazarse. Todas estas dudas se complicaban aún más cuando nos preguntábamos cómo podría una mujer tan gorda alimentarse con la comida de un paquete tan chico, y se colmaban cuando tratábamos de establecer con qué posibilidades y en qué horario podía doña Nilda dedicarse a lavar y secar su ropa, limpiar su casa y en todo caso prepararse más comida. Se la veía siempre impecable y limpia, y su ropa sin ser diversa estaba permanentemente muy arreglada. Una vez más tengo que disculparme pero es indispensable que aclare, porque si no lo hago se creerá lo contrario, que entre los vecinos jamás hablábamos de doña Nilda. Tal vez, deduzco ahora, treinta años después, además de una obediencia grata, ella obtenía de nosotros el beneficio del recato, y, ya no tal vez, ahora estoy segura, ese recato lo obtuvo porque durante sesenta años nunca habló mal de nadie ni se propuso averiguar lo que no le concernía. El vestido es muy bonito, pero la niña no será feliz vistiéndolo, me dijo mi mamá que le dijo doña Nilda cuando le llevó los figurines para pedirle su opinión. Mi mamá, con su enorme capacidad para sufrir por anticipado juicios supuestamente inapelables de parte de jueces bondadosos, le preguntó por qué. Doña Nilda le contestó que era un vestido pasado de moda, hecho como le hubiera gustado a ella si hubiese tenido la fiesta de quince que no le hicieron. Y le explicó que eso pertenecía al pasado, cuando mi mamá era pobre, pero que ya no era tan pobre, así que debía dejarse de macaneos y voladitos y hacerme a mí un vestido que me gustara. Los tiempos cambian, nena, y son siempre para bien, afirmó Doña Nilda. Cuando mi mamá, dos semanas antes de mi cumpleaños, me mostró el vestido tipo túnica, a colores desteñidos y en tela rugosa, yo fui la chica más feliz del mundo. Todos mis amigos, con los que nos habíamos juramentado ser hippies apenas termináramos el colegio secundario para vivir juntos y en comunidad en alguna casa vieja con jardín en la que plantaríamos nuestro alimento o en un lejano pueblo del sur, quedaron encantados con la amplitud de criterio de mis padres, que nos miraban bailar y cantar en mi fiesta, sin entender demasiado, pero felices. Sé que con estos pocos datos no puede deducirse qué tipo de mujer era doña Nilda. Es extraño. Por lo poco que supimos de ella, nada podemos afirmar, y sin embargo intuimos que la conocimos profundamente. Todavía hoy con mi madre hablamos como hablábamos de ella en esa época, casi en secreto, casi con el temor de hacerle daño con la especulación de las palabras, casi como una irreverencia a su sentido de la discreción. Un comentario delicado que fue aceptándose como una verdad no probada decía que de noche, muy tarde, gente extraña se acercaba a la ventana de Doña Nilda antes de que la cerrara hasta el otro día. Las especulaciones solapadas intentaban descifrar este misterio, pero un pudor perdido hacía que a nadie se le hubiera ocurrido espiarla. Una vez supe que ese rumor sin mala intención no era una leyenda. Una madrugada de invierno yo estaba enamorada y sufría mucho, y como se sabe, no es fácil dormir en esos casos. Mi profesor de geografía era un hombre que se complacía en demostrarse brillante conmigo, cálido y atento a mi sensibilidad, amable a mi mirada, y al mismo tiempo sutil, advirtiéndome, sin decírmelo, que él me sería para siempre inaccesible. Mi dolor en esos días me parecía intolerable. Decidí entonces escaparme de mi casa una madrugada, atravesar como pudiese el barrio y llegar, sorpresivamente, hasta su edificio, y una vez allí intentar ubicar su departamento, anunciarme y decirle que lo amaba. Estaba llena de incertidumbre y miedo; temía por igual al dolor de mis padres si descubrían mi ausencia como al rechazo de mi profesor. ¿Y si estaba en esos momentos con una novia? ¿Y si mi padre sufría un ataque cardiaco al no verme en mi cuarto? De todas maneras me fue inevitable: yo ya estaba en la calle cuando vi a una mujer y tres niños, los cuatro muy pobres, alejándose calle abajo mientras la luz de la habitación de doña Nilda se apagaba. La mujer llevaba entre las manos un paquetito de comida.

martes, 22 de mayo de 2007

Poema


Un pájaro solitario
pasea por mi ventana
no lo imagino mañana
porque lo espero en su abismo.
Cae agarrado a sí mismo
con alas de porcelana.

Pájaro de mi pasado
que cae y sigue cayendo
cuando lo miro estoy viendo
mi propia caída ahora.
Muere mi vida hora a hora
mientras simulo viviendo.

Hubo una vez ilusión
caricia de la ignorancia
memoria atroz y jactancia
de un origen que he perdido.
Soy yo mi desconocido
ansiando mi propia infancia.

Yo pájaro solitario
ala rota y niño ido
esclavo de quien he sido
que no dejo de anhelarme.
Agotado de no hallarme
me arrincono en el olvido.

lunes, 21 de mayo de 2007

La captura del instante -VIII-

Él ausente de ansiedad. Ella medida en su ubicación. ¿Hasta qué punto es posible sostener un diálogo sin que se torne vacío y con qué se llena ese vacío? La muerte aparece como un tema que sostiene una mentira. El silencio también. Comienza a verse en él su necesidad como una parte de ella. Y luego, hábilmente, él vuelve a su soberbia. Se hace cómica la situación al advertirse sutilmente que compiten por quién morirá primero. Ella hábilmente, le hace preguntas, se somete a él. De ese modo lo eleva, como si temiera que la ausencia de respuestas la convierta en par. Él se siente sabio, pero sabe que no es cierto. Comienza el fin, un aparente absurdo con una argumentación coherente. Él con su traje negro transpira. Ella se desnuda de su vestido blanco. La fuerza del rostro de él, su descomposición. La juventud de ella. ¿Qué querés de mí, niña? Quiero bailar. Me duelen mis pies, viejos, dice él. ¿Qué está viendo, ahora, ahora que se está muriendo?, quiere saber ella. ¿Creías que iba a sentarme?, se burla él. Quiero la verdad, dice ella. No hay verdad, acaban de matar a tres soldados, yo di la orden, vi cómo los mataban, cómo morían, recuerda él. ¿Qué querés, niña, ahora, conmigo? Ella le pide que le cuente, por favor. El dolor, es mucho el dolor, es inefable, dice él, y se agita. Ella quiere saber si él puede oler, si puede ver. No dejes de tocarme, ruega él. ¿Puede respirar?, pregunta ella, ocultando la risa. Si, a través de tus dedos; no te alejes. Ella vuelve a pedirle que le cuente. Él se muere. Ella continúa acariciándolo.

domingo, 20 de mayo de 2007

La captura del instante -VII-

El padre regresa a visitar a su hija después de muchos años de no verla. Anda alrededor de los sesenta, sigue siendo seductor, ha sido rico y es pobre. La hija tiene veinticinco, trabaja con piedras preciosas, las corta, es un trabajo ilegal, son piedras robadas. Hace diez años que no se ven, desde la fiesta de quince, que fue magnífica. Después el padre, sin explicación, se fue. Ella le dice que la sorprende verlo. El padre expresa euforia. Ella al principio lo rechaza, pero él se excusa. Tuve una amnesia, dice, y luego dice que fue secuestrado en Orán, y luego que mató a un hombre en San Pablo. Y dice que sea cual fuere la verdad está orgulloso de todos sus fracasos y de tantos años empeñados para fracasar. La hija acepta las excusas pero le reprocha que no haya logrado ser un héroe, porque no se ha muerto. No estar al lado mío y seguir vivo te convierte en un idiota, dice. El padre dice que es cierto, que se es un héroe cuando no se teme morir por alguien, y yo tenía miedo de morir para poder volver a verte. Ella le contesta que es un canalla, y un falso. Él ruega. Yo te di libertad, dice. Me diste abandono, dice ella. No debe haber nada peor que envejecer sólo, le dice, y le pregunta si volvió porque se está muriendo. Lo echa. Él no se va. Ella le cuenta de su matrimonio feliz y de sus amantes, su libertad por ser promiscua. No se quiebra, pero él de todos modos pretende ampararla y ella se lo impide. El padre descubre que ella tampoco es como él hubiera querido que fuera. Ninguno de los dos es como quisiera el otro. Él le pregunta si se acuerda de París. Ella contesta que sí, y habla de la tarde en el hotel cuando él la vio masturbarse y ella lo hizo pasar. Después hablan de cosas triviales, de otros hijos y una lámpara.

viernes, 18 de mayo de 2007

La captura del instante -VI-

Muy poca gente se junta en un sitio pequeño, en una librería de San Telmo donde suceden cosas aparentemente innecesarias. Pero es sólo una apariencia. La definición de cultura como "un gesto inútil" es una canallada con que se intenta quitarle a lo más precisado su subsatancia más bella. Los hombres primitivos pintaron en la piedra porque les fue necesario. Vivir no es necesario, decían los antiguos marineros portugueses. Navegar es necesario, decían. Muy poca gente se junta en un sitio pequeño, en esa librería de San Telmo, para escuchar a dos actores leer una obra de teatro. Los actores rápidamente se convierten en los personajes: ella busca que el amor prosiga, como busca la ilusión un modo de aferrarse, la postergación de la agonía, el alejamiento de toda inminencia. Ella quiere amar. Él no. Él no sabe por qué, no puede explicarlo, se trata simplemente de un extraño no querer amar que se le impone. Ella sabe que lo que es probable no será posible, pero lo intenta. Él se deja intentar. Vuelven una vez más a conocerse, y esa cópula transpirada apenas deja un temblor que pronto cede. Ya no hay nada. Únicamente les queda algún silencio, un poco de comida, el ruido de la puerta que se cierra. Fin de la obra. El público aplaude. Los actores vuelven a sí mismos. La librería otra vez es un lugar. Ahora todos son nuevamente poca gente que se junta en un sitio pequeño. Van saliendo todos y entre todos dos, una mujer y un hombre, hacia su nueva historia de amor.

jueves, 17 de mayo de 2007

La captura del instante -V-

Es bello verla pensar. Completamente desconocida, sólo sé de ella lo que imagino. La veo pasar su mano como un lazo gigante y perfecto que se deja hurgar y caer en su cabello ahora más desordenado que antes y ese pequeño gesto es una fe olvidada. Ella lee, lee lentamente y en detalle en hojas sueltas y luego las lee rápidamente como queriendo borrarlas y darlas por perdidas. Piensa ella y es formidable este momento. Su mano derecha sostiene sin voluntad una lapicera mientras acaricia su pierna con la otra y su mirada se concentra en un punto donde yo advierto que está el secreto de las cosas. En ella todo es movimiento. Sonríe, y se vuelve adulta, y de pronto su mano izquierda sostiene su cabeza cuando mueve la cuchara y se despeja de pelos su frente y hay dolor en lo que evoca. De perfil no parece otra y un leve giro me deja verla, imperceptible a los otros, niña, y necesitada para siempre de lo que le ha sido prometido. Ahora tiene miedo, pero no es un miedo vulgar, es un miedo que pregunta lo que únicamente ella será capaz de contestar. ¿Es la estudiante que prefiere la vereda y el aire? ¿La escritora que ya no soporta estar en su escritorio? ¿La extranjera que prepara el trabajo para su regreso? ¿La provinciana que no se somete al deslumbramiento? Mi ignorancia es mi privilegio y mi fortuna.

viernes, 11 de mayo de 2007

La captura del instante -lV-

El viento mueve. Anda por las cosas. Se hace evidente en las ramas de los plátanos. La mirada inquieta de una mujer extraña no se turba cuando el cabello le cruza la cara. En sus manos tiene abierto un libro de lingüística que ahora no está leyendo. ¿Mira en verdad o piensa? ¿O ni mira ni piensa y acaso deja que representaciones antiguas le sucedan? ¿Y si estuviera intentando imaginar para sí otra vida? No. No parece insatisfecha. Es una mujer anclada en un saber lejano y no busca que le sean correspondidos sus deseos. Hay un niño que es su hijo. Una ráfaga levanta la arena y el niño festeja. Luego gira y exclama el principio de un llanto que decide detener. Ve a la mujer y recuerda su confianza en ella. Nada malo pasará. Una paloma camina cerca. Se complace en no volar. El niño se acerca y la paloma no se inmuta. Por el contrario, avanzan uno hacia otro. Suavemente, como si fuera el experimentado dueño de un oficio único, el niño abre sus manos, y delicada la paloma se deja tomar. La alza. La emoción del niño es tan inédita como la totalidad de su gesto. Sube sus brazos, abre sus manos, y en el mismo acto impulsa a volar a la paloma. El viento coincide con su movimiento, todo de sí lo eleva, la paloma salta hacia el aire, el viento corre, la paloma es ahora un punto cada vez más lejano en contraste con la ligera claridad de este atardecer. El niño busca entonces afanoso la mirada de su madre que sigue inmóvil con las hojas del libro agitadas y confusas, ignorantes del viento, del niño, de la paloma, ausente de esa escena de la vida.

jueves, 10 de mayo de 2007

La captura del instante -III-

El transcurrir de la mañana es tan sutil y poderoso que no puede dejar de advertirse su extraordinaria fuerza. Todo brota, y ante ese resurgimiento grandioso es casi imposible que no se opaque la tarea que se ha propuesto hacer, que siempre resultará menor, por contraste o comparación. Quizá por eso sea la noche el momento más indicado para la creación. La noche no sucede. Está allí, simplemente, sin transcurrir, hasta que de pronto el violinista ve la claridad del alba, y otro clima lo invade entonces porque nuevamente ha llegado la mañana, su gradación, su reinado por sobre todo. Nada se puede hacer más que observar esta realidad, y empecinarse en creer que esta realidad es la que efectivamente es real, más allá de todo sentido de la percepción, dice el violinista mientras deja a un costado su violín. Confía a la noche la confianza en su propia percepción de lo que él ve como realidad. En la mañana, la realidad es de la realidad, y no logra comprenderla. ¿El tiempo es simultáneo o sucesivo?, se pregunta el violinista. Creemos, se dice, -lo dice nuestro sentido común, el conocimiento que hemos adquirido, el estudio del totem de la filosofía y la religión, las ciencias- que las cosas suceden todas al mismo tiempo, mezclándose, superponiéndose, interfiriendo las unas en las otras y modificándose así mutuamente en todos las direcciones. Pero imaginemos un momento que esto no es así, supongamos que efectivamente no es así, y que somos nosotros quienes, a partir de la ilusión de suponer que lo que percibimos de la realidad es la realidad, quienes “creamos” esta sensación del suceder simultáneo. ¿Y si resultara que los hechos devienen uno después del otro, como en la trillada imagen de los ladrillitos volteándose unos a otros? ¿Y si resultara que el principio de causa y efecto es verdadero pero acotado a una sola dirección y suceso? ¿Causa y efecto que se continúan indefinidamente, pero únicamente referidos a quienes somos, a nuestra realidad íntima e inmediata? No importa advertir la improbabilidad de ésta suposición. Importa advertir que es de esta manera como solemos “vivir”, “recibir”, “entender” lo que nos va sucediendo a medida que la vida nos pasa. Hay así dos verdades contrapuestas. La que nos indica a todos que somos parte de un todo donde todo nos afecta, lo queramos o no. Y la otra verdad, mucho más verdadera por cercana y personal, donde las cosas que pasan, pasan a nuestro través, y donde somos el puente para un antes y un después que sólo cesará con nuestra muerte. Luego el misterio, la fe, la duda, la negación o el escepticismo absoluto.