miércoles, 20 de junio de 2007

La captura del instante -XII-

El anciano ha logrado entender que todo lo aprendido lleva consigo la promesa de un engaño y que únicamente desaprendiéndose podrá ir yendo hacia un final donde al menos quede el misterio de un improbable, posible principio. Alguna vez fue un artista fuerte. Hoy su vitalidad perdida es un recuerdo que no lo amarga. Sin embargo el anciano no ha pintado todo lo que anhelaba pintar, pero ese anhelo está vivo todavía y por eso sus ojos se mueven incansables aunque sus manos tiemblen. No lo hace sufrir que sus manos le impidan pintar, porque se sabe infatigable. El anciano ha visto la entronización del arte, una ceremonia que requiere de una muerte previa, lo que él llama un festejo inmóvil. Recuerda las paredes de los grandes museos como altares muertos, y guardando la costumbre, dioses que se han ofrecido a sacrificios vanos y rigen una fe olvidada. Cientos de cuadros, trazos, estilos que suponen la revelación de épocas, los procederes de los tiempos el anciano ha visto. Son cuadros que han sido expuestos para cumplir ese cometido de modo superficial, datos acumulados en almanaques, días no vividos. La ley, dice, es allí el sitio, y el espacio y la luz son formas de una rigidez que anula todo intento de las imágenes por exceder sus límites. El anciano ha visto a las multitudes avanzar felices, arrogantes, víctimas de la socialización de la ignorancia. Las ha visto detenerse unos segundos ante los cuadros, pero afirma que no sucedió en esos encuentros revelación alguna del instante. Así, cuenta, la Gioconda es alumbrada brutalmente por una metralla de flashes fotográficos, encuadrada al fondo y a un costado de quienes sonríen para la foto. No hay entonces enigma ni sosiego ni desasosiego en la tela. Hay sólo una tela pintada, dice. Apenas algún joven pintor la observa para hallarla. Y entonces el anciano sonríe, continuado.