jueves, 10 de mayo de 2007
La captura del instante -III-
El transcurrir de la mañana es tan sutil y poderoso que no puede
dejar de advertirse su extraordinaria fuerza. Todo brota, y ante
ese resurgimiento grandioso es casi imposible que no se opaque la
tarea que se ha propuesto hacer, que siempre resultará menor,
por contraste o comparación. Quizá por eso sea la noche el momento
más indicado para la creación. La noche no sucede. Está allí,
simplemente, sin transcurrir, hasta que de pronto el violinista
ve la claridad del alba, y otro clima lo invade entonces porque
nuevamente ha llegado la mañana, su gradación, su reinado por
sobre todo. Nada se puede hacer más que observar esta realidad,
y empecinarse en creer que esta realidad es la que efectivamente
es real, más allá de todo sentido de la percepción, dice el violinista
mientras deja a un costado su violín. Confía a la noche la confianza
en su propia percepción de lo que él ve como realidad. En la
mañana, la realidad es de la realidad, y no logra comprenderla.
¿El tiempo es simultáneo o sucesivo?, se pregunta el violinista.
Creemos, se dice, -lo dice nuestro sentido común, el conocimiento
que hemos adquirido, el estudio del totem de la filosofía y la religión,
las ciencias- que las cosas suceden todas al mismo tiempo, mezclándose,
superponiéndose, interfiriendo las unas en las otras y modificándose
así mutuamente en todos las direcciones. Pero imaginemos un
momento que esto no es así, supongamos que efectivamente
no es así, y que somos nosotros quienes, a partir de la ilusión de
suponer que lo que percibimos de la realidad es la realidad,
quienes “creamos” esta sensación del suceder simultáneo. ¿Y si
resultara que los hechos devienen uno después del otro, como en
la trillada imagen de los ladrillitos volteándose unos a otros? ¿Y si
resultara que el principio de causa y efecto es verdadero pero
acotado a una sola dirección y suceso? ¿Causa y efecto que se
continúan indefinidamente, pero únicamente referidos a quienes
somos, a nuestra realidad íntima e inmediata? No importa advertir
la improbabilidad de ésta suposición. Importa advertir que es de
esta manera como solemos “vivir”, “recibir”, “entender” lo que nos
va sucediendo a medida que la vida nos pasa. Hay así dos verdades
contrapuestas. La que nos indica a todos que somos parte de un todo
donde todo nos afecta, lo queramos o no. Y la otra verdad, mucho más
verdadera por cercana y personal, donde las cosas que pasan, pasan
a nuestro través, y donde somos el puente para un antes y un después
que sólo cesará con nuestra muerte. Luego el misterio, la fe, la duda,
la negación o el escepticismo absoluto.
La captura del instante -II-
Es la mañana. Hay plátanos rodeándolos. Hace calor.
Aceptar es la premisa de la que parte todo hijo, dice el hijo
al padre. Aceptar ante todo un orden cronológico evidente
pero que arrastra un engañoso orden jerárquico; aceptar
la herencia como un hecho consumado ante el cual no hay
alternativa; aceptar el origen no como el punto de partida
de la propia evolución sino como la continuidad de los
progenitores; aceptar su verdad como sagrada, ley suprema,
sigue diciendo, con un asco que rabia le da. Cuando este
mecanismo de aceptación es exigido a un límite insoportable
para la inherente voluntad del hijo por su afirmación individual
sucede, siempre, un modo de asesinato, reflexiona, pretensioso,
casi lagrimeando el hijo, y el padre calla. O la rotura del límite
acaba con el hijo o acaba con el padre, y siempre es uno el asesino
del otro, grita el hijo y procura que reaccione el padre. Para
sobrevivir hay que matar. Edipo desconociendo a su padre
y asesinándolo. Hamlet, en una apuesta ciega a la fe por
un padre que le exige lo inexigible, buscando su venganza
para acabar siendo asesinado. La tensión extrema llega cuando
los mecanismos, faltos de prejuicios y pudor ya no están,
susurra el hijo creyendo que lo escucha el padre. Ardua tarea:
no es fácil enfrentarse al enorme esfuerzo de asesinar. ¿Y si se
acaba descubriendo que es uno quien ha sido desde hace ya
mucho tiempo el asesinado?, pregunta el hijo. ¿Y si ya no fuera
posible la futura resurrección? Herederos, siempre hijos, de
una cultura que hace de la crucifixión el paradigma de un
asesinato a venerar, podemos matar porque sabemos que habrá
resurrección. ¿Pero qué sucede cuando se intuye que no puede
haberla? ¿Cuando ya no queda tiempo o no se tienen las
suficientes fuerzas? ¿Es mejor entonces detenerse allí y no
matar? ¿Es posible detener lo que ha comenzado? ¿Cómo
convivir con el riesgo de matar para siempre y con la culpa
eterna? “Papá, por qué‚ me has abandonado?”, dice Cristo
a su padre en el momento anterior a su muerte. ¿Por qué
esta queja? ¿De dónde este reclamo furioso que más que
una pregunta se escucha como un grito aterrador?, ha dicho
el hijo, ante la tumba de su padre.
La captura del instante- I-
Está por caer la noche, nadie pasa, la puerta está aún abierta.
Y sigue sin conocer la tumba de su padre. Más notable aún:
el cementerio queda a minutos de su casa; en realidad ignora
si es tumba o nicho, ignora también su ubicación. La entusiasma
pensar que no podrá evitar una actitud de búsqueda. “Buscando
al padre muerto” podría llamarse la obra que ella quisiera
escribir pero nunca escribirá. Lo cierto es que no preguntará
en los registros del cementerio. Buscará al azar, lo encuentre
o no. Pero sabe que va a encontrarlo, y que seguramente
leerá su nombre, y su apellido, y los años de su nacimiento
y de su muerte. Es extraño, piensa: el año del nacimiento de su
padre, 1932, siempre fue, para ella, un antes y un después, una
referencia en los acontecimientos del siglo, un punto de partida
para ubicarse mentalmente en tal o cual suceso. Es una cifra que
quiere, que respeta, que tiene una poética de la cual no pretende
desliarse. En cambio, la fecha de su muerte, 1991, se le hace difusa.
Paradójico comportamiento el suyo, piensa, ya que de costumbre
tiende a darle a la muerte mucha más significación que al
nacimiento. Para ella antes del nacimiento nada hay, y en
eso es terminante. En cambio después de la muerte aún le
queda la esperanza de que algo haya. Y sin embargo son las
fechas de origen y no las de final las que se fijan en su memoria,
como contradiciendo su constante manera de juzgar los tiempos.
¿Cómo puede ser eso posible?, piensa, mientras camina sin
entrar al cementerio.
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