martes, 16 de octubre de 2007

La Pochi y el Nicolás

Había una parra en el terreno y le gustó esa sombra. Entonces construyó la base de la casa de modo que allí quedara el patio donde jugarían los niños y él descansaría las piernas. El vino patero no debe ser difícil de hacer, se dijo sin saber que esas no eran uvas para vino. En Salta hay viñedos que nunca conoció: apenas supo de la única calle que no era de tierra, de las calles de tierra y de los montes bajos llenos de luz y espinos. El vino era siempre oscuro y ardoroso en la casa del padre, a su hermano mayor lo ponía malo y la madre decía todo lo que puede decir una madre callada. Cuando viajó hacia Buenos Aires no podía imaginarla y a mitad de camino tuvo ganas de volver, pero le dió más miedo que se rieran. Los dulces siempre fueron caramelos de azúcar fabricados en la casa, por eso trabajar de fabricador de chocolates lo desconcertó tanto como los edificios y las avenidas donde no crecen ni el berro ni la acelga y el sol sirve nada más que para darse cuenta que es de día. Hay pocas estrellas en este cielo de noche, pensaba mientras se desprendía en un yuyal, porque en el baño de la pensión, sentado como un preso no podía acostumbrarse. El río ancho le dejaba la mente en blanco, el alma en paz y triste, y para sacarse esa tristeza y ebullirse la sangre se dejaba pasear por las estaciones de los trenes donde había caras parecidas, vendedores de cosas, deformes y retardados, negocios de choripanes y equipos de audio, maricas que lo buscaban un ratito y se iban asustados porque él ponía su metro noventa en la mirada y seguía caminando detrás de alguna mujer a la que nunca se animaba. Al final de esos sábados el día no había dejado de ser triste. Los domingos extrañaba y los lunes los compañeros en la fábrica se reían a carcajadas contando del fútbol y los bailes, mientras él se callaba el recuerdo del horno de ladrillos en el fondo de la casa de su padre. Cuando la conoció le gustó que fuera bizca, porque ese ojo alejaba a los otros y por eso él se podía hacer ilusiones con ella, que no hablaba con nadie, iguales los dos, quién sabe si no fueran el uno para el otro, no se animaba a pensar. Por más que ella estuviera donde empaquetaban los alfajores, y él, lejos, limpiando las bateas de acero inoxidable, de vez en cuando podían verse y se empezaron a sonreír nerviosos, y a ella el ojo se le pegaba todavía más a la nariz y así a él le pareció todavía más bonita. Un día se animó, y la invitó a salir. Ella dijo que sí. Pasearon, y le mostró el terreno.

Tango

Pero resulta que a veces nos ataca el mal de Moebius y no lo sabíamos: es imposible reírse, carcajear, siquiera sonreír, esbozar o asomar el deseo de la risa, su ilusión aunque más no sea. Es una cuestión de musculitos, músculos chicos, caras de culos chicos asesinados por policías que se ríen en las pizzerías, escuelas donde las casas de los alumnos están detrás del horizonte como una siniestra definición de la utopía, algo que no llegará aunque se camine y se camine. Hijos de puta los que disponen, se quieren robar hasta las palabras porque con los millones que no usan para remedios ni comida no les alcanza para sentirse totalmente seguros; el miedo no es zonzo y tienen miedo y hacen bien: ¿alguna vez el horizonte no será un límite infinito, será la evidencia que ocultaron, y la utopía un hecho, una idea convertida en acontecimiento, la sublime rutina? Los millones de amigos que no tienen trabajo se enteran de reojo por los diarios en qué porcentaje de la torta los metieron. Frente a cualquier casa otra familia instala bolsas y cartones para imaginar la suya: la madre dispone dos ambientes separados por una chapa para preservar su intimidad ante sus niños, mientras los moja la lluvia y yo vuelvo a preguntarme cómo voy a hacer para utilizar alguna vez la palabra lluvia en un poema de amor. Ser un poeta es ser un imbécil o qué me creo: pretender un poema dedicado a todo lo que somos, hasta al amor que no nombro y que nos pasó y nos pasa, si quiero lo cito a Passolini, qué culto me puse, nada más fuera de moda que un Marxista para ser moderno. Ay, ay, ay, las palabras son tan serias que darían risas si pudieran. De tan solemnes los poemas se vuelven deliciosos y esnobs. Cosa mía si escribo como un slogan publicitario, el mensaje sostiene el contenido, la magia del encantamiento. Me atribuyo cualidades que deberían avergonzarme. Magos, pero magos, magos, fueron unos que con un pase de varita ni soñado, pesadilla inconcebible, concibieron el efecto sorpresivo y sorprendente de hacer desaparecer lo que se les antojara, empezando por personas, y después, qué importa del después, toda justicia no está más. Otra vez: ¿cuándo se llega al final, cómo se empieza?

Un día.

Ya sé que mezclo, que venga alguien y me diga cómo hacer, oriéntenme, ordénenme la cabeza y las entrañas, soy un tipo, pertenezco al granero del mundo, con libertad de mercado asegurada, que de tanta causa asco, y tan libremente grosera y tan libremente promiscua que dan ganas, claro que uno no se anima, de mandar a la mismísima libertad a la concha de su hermana. ¿La libertad, la justicia y la belleza serán hermanas? Es genial cómo se las arreglan los diarios y la tele y la radio y los rumores para que sepamos todo lo que quieren que sepamos sin enterarnos de ninguna verdad y que las cosas sigan de mal en peor o de bien en mejor, según el lado del precipicio que nos toque, unos de un lado, los demás del otro, los mismos dos o tres de siempre en la cumbre majestuosa y el resto agarrándose de una ramita o cayendo mientras los filman. Válgame Dios, cómo no mezclar, cómo intentar un único poema riguroso y rítmico, destinado al clasicismo, con un orden bello en sus movimientos, con ideas claras, con los más elevados sentimientos y un lenguaje que ilumine. Conocí a un tipo que tiene mal de Chagas pero es blanco. Al otro que conozco lo conocí hace mucho y era un negro colectivero, no daba más, manejar lo estropeaba peor, cada boleto que cortaba era un latido menos; en cambio este otro escribe guiones o publicidades, no sé, y cómo vive en Buenos aires y tiene plata no sufre tanto del cuerpo, aunque, quién le quita del bocho al tipo la guachada de una transfusión mal hecha en un sanatorio de primera. Es fabuloso el plan, es realmente ingenioso el modo en que los mundos se acercaron, una especie de subversión del socialismo, meta palo y a la bolsa. Un día de estos alguien se tiene que atrever, ¿no te parece?

miércoles, 10 de octubre de 2007

Silencio heroico

Tenía, ¿tendrá?, cara de nazi, apellido de jerarca, actitud de hombre de la Gestapo, pero era, ¿es?, nada más que un santafecino, y para colmo bancario. Toda una vida padeció jefes, fue puntual, ascendió lentamente, contó billetes ajenos y los vio únicamente como pedazos de papel, estos de ahora son deplorables, destiñen enseguida, se ajan pronto, no como aquellos grandotes con el General San Martín en su apogeo. Los tiempos cambian. La vida es dura. ¿Al fin y al cabo por qué no? Calláte, calláte, le dijeron todos desde siempre. Soy un poeta y pocos me comprenden, calló Fendrich. Soy ambos del que piensan que soy, calló Fendrich. Soy ambos y en los dos estoy yo, dijo San Agustín. Las cosas no tienen significación, sino existencia, dijo Caerio. Y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime, dijo Alvaro de Campos. Bastante metafísica hay en no pensar en nada, replicó Caerio. ¿Pero no ven la poesía de mi acto?, calló Fendrich. ¿La existencia sublime de mi nada?, siguió callando Fendrich. ¿Qué metafísica más contundente que 3.200.001 nadas?, calló Fendrich. ¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!, dijo Vallejo. Para expresar mi vida, mi entera vida, cada uno de mis gestos, mis hijos y mi amor, mi pequeñez y mis hazañas, sólo cuento conmigo, ¿por qué entonces piden más? Seguramente daré alguna que otra excusa, coartada aprendí que le dicen, tal vez hasta sea cierta, pero qué lástima romper con el misterio, calló Fendrich. Un héroe sabe soportarlo todo incluso la ignorancia ajena.

Memoria

(Q E P D) Su esposa, sus hijos, su nieto, familiares y amigos, participan su fallecimiento y que sus restos fueron inhumados en el cementerio Libertad, Merlo. Servicio Empresa Juarros y Ollero. Precedentemente al momento de su muerte cerró la ventana que estuvo siempre abierta, tapó con los postigos la luz de la mañana y clausuró las ganas. Dejó en suspenso todos sus criterios y ya no olió su jazmín, desentendido, y no acarició los pétalos que antes fueron una textura tan preciada como la piel que amó. Prometió no volver a mirarse en el espejo, aunque sabía que no habría promesa más fácil de cumplir, y apenas con la satisfacción de un desertor se ordenó al silencio sin buscar ningún refugio. No reparó en nadie, y se dispuso. Esperó sin siquiera pensar en ese instante, apartado por fin de todo intento de certeza. Abocado sólo a no saber, pretendió también un último consuelo: no recordar. Murió sin esa dicha.

martes, 9 de octubre de 2007

En blanco

La hija menor de la familia Campoy nació ciega y tonta. Fue el 9 de octubre en que yo cumplí cinco años y lo recuerdo porque en esa época el nacimiento de alguien en mi barrio era un acontecimiento específico: todos recibíamos a los recién nacidos para incorporar inmediatamente su futura historia a nuestras vidas. Con ella no pasó lo mismo. Mi abuela, calabresa, abuela además de cuanto niño hubiera, sentenció: -Es mal augurio que una ciega y tonta nazca el mismo día que mi nieto. La señora Shiller preguntó si el mal augurio era para la niña o para mí. -Para los dos. Mi abuela nunca dudaba y siempre toleraba sólo la aprobación de quienes la rodeaban. Esa tarde en la puerta de la maternidad resolvió que ninguno de nosotros, los niños, jugaríamos con la recién nacida. La mamá de la niña era bella y pequeña. Uno la veía venir a la distancia y reconocía su paso llevado con serenidad. Hablaba en tono bajo, pero se le entendía perfectamente, y nunca olvidaba hacernos preguntas que nos reconfortaban de acuerdo a las virtudes que más sobresalían en cada uno de nosotros. A mí, que hacía todo sin destacarme en nada, siempre me preguntaba, después de mirarme y sonreír durante un extraño silencio: -¿Y vos, todavía no te decidiste a pintar cuadros? Yo confesaba que no sabía ser pintor, pudoroso, y sin entender por qué me hacía esa pregunta si ni siquiera calcaba bien y me aburría en las clases de dibujo. Ella me sonreía un tiempo más, luego nos daba a cada uno un caramelo, saludaba con un gesto, comenzaba a alejarse y a medida que se alejaba parecía más grande, como si el centro lejano y breve de la perspectiva lograse ser más importante que el resto del cuadro. Desde que nació la niña ciega y tonta nunca más vimos a la mamá. Tampoco nunca conocimos a la niña. Algunos decían que tenía los ojos en blanco y no podía aprender a caminar y que vivía abrazada a su madre en una sala oscura de la casa. Pero nada de eso se sabe si fue cierto. Hoy la niña, si vive, cumple años, como yo. Y si murió, los cumpliría, mientras los cumplo yo. Nunca vi a la niña ciega y tonta y ni siquiera me queda una excusa para no haberla pintado.

lunes, 8 de octubre de 2007

Muere un niño desnutrido.

Miro la huerta de una anciana y los cereales crecen sin disputa con las hortalizas. Sus manos, instrumentos de labranza, labran la fortaleza de un niño. Esta tierra condensa los olores como una red envuelve el aire que la llena y deja que suceda todo lo que debe: crecen las fibras y nuevas semillas se disponen. Hay un hilo de río que entreteje la totalidad de la trama. Esta tierra es una y su mapa el engaño concebido hasta la perfección y todos quienes la habitan la merecen. Ciento ochenta mil niños morirán de hambre desde hoy al próximo domingo del Señor. El Papa critica el egoísmo y la indiferencia de los ricos. No entrará un rico al reino de Dios. En esta tierra hay ochocientos cincuenta millones de personas hambrientas y desnutridas; en veinte años serán tres mil millones de personas hambrientas y desnutridas. Los números matan la poesía pero no muere la poesía siniestra en la mirada de un niño que muere. El esqueleto del niño parece un río seco que se ha quebrado y sus ojos fijos con la exactitud de una brújula señalan hacia donde estamos yendo. Y la anciana siembra.

El doctor.

Camina desde hace un tiempo con un bastón parecido al de Borges que sus cinco hijos le compraron en San Telmo. No escribió. Fue un hombre de acción: no navegó por los diversos mares del mundo pero supo desde siempre que un muerto no es un muerto: es la muerte, y contra ella anduvo poniendo las manos en las llagas, abriendo las gargantas, oliendo los olores de los cuerpos, revisando de pies a cabeza corazones rotos, gripes, embarazos, infecciones, visitando cada una de las miles de casas cuando la epidemia de parálisis infantil, curando. Con seis huevos le pagaban o con una gallina o con diez pesos, da lo mismo, sanar es lo que importa. Hace sesenta años no había allí antibióticos ni avenida General Paz ni ferrocarril, pero hubo allí su consultorio con la misma vitrina, los mismos tambores con gasas el mismo estetoscopio, el mismo tacho de basura y la misma banqueta donde se sienta aún a mirar en los ojos de un enfermo. El Hospital lo vio cada mañana, el consultorio cada tarde y ninguna noche entera pasó con su familia. Su único paraguas lo protegió hasta las casas de chapa cuando llovía y había que cruzar el lodazal para llegar a cualquier hora. Ahora llega de la mano de la mujer que ama, casi no habla, mira muy serio el homenaje que le hacen y oye muy serio las palabras de los funcionarios mientras piensa en que luego se comerá una naranja y después caminará. Junto a la placa con su nombre plantan un pino, lo acaricia, y agradece, y ya quiere llegar lo antes posible a su plácido jardín.

Cayasta, ciudad, ruinas bajo el agua.

Corre, corre el indio de la casa de don Emanuel Montiel hasta la Iglesia de la Merced llevando los recados y va luego a la Iglesia principal y de allí al convento donde los Jesuitas le enseñan las palabras que deberá decir en la más pequeña, la Iglesia de los indios. Camina y sabe que él no pelea contra esos hombres que han venido. Su padre no pelea y él tampoco entonces y juntos atienden también la finca de don Cristobal Garay. Corre y piensa que no conoció a don Juan, el fundador, que hace mucho se ha ido a gobernar otros lados pero se complace en servir a su hija Gerónima y a Hernando Arias de Saavedra. No entiende a los de su piel que pelean contra esos hombres. Su padre no pelea y sus hermanos tampoco. Los que pelean atacan cuando crece el río y aunque la ciudad está alta el agua daña. Habrá después de ir a la casa de los Garay y allí mirará todo siempre como espiando. En la Plaza de Armas están matando a un indio parecido a él. Se detiene pero no quiere mirar. Mira y al rato sigue caminando. En el Cabildo gritan, puede oírlos. Esos hombres siempre gritan. El día es claro como los ojos de una joven blanca cuyo nombre ignora. No hay viento y las cañas no sacuden ruido y los tigres hoy no atacan. Las nutrias andan por el río que se quedó tranquilo y no se mueve.

martes, 2 de octubre de 2007

Niñas ruandesas, el mundo es un pañuelo.

Nyirakaranea, Uwimanimpane, Ntirenganya, vengan chicas a tomar la sopa; ordenen su pieza, hagan los deberes, apaguen por favor ese televisor. En la pantalla el noticiero informa y vemos sus ojos. ¿Serán grandes? ¿O los cuerpos están tan desnutridos que sus ojos parecen gigantescos? Los ojos son muy importantes en las personas, hay que mirar a los ojos, una mirada franca se reconoce enseguida y genera confianza, desconfiemos de los que agachan la cabeza o miran para otro lado. ¿O serán ojos tan llenos de terror como ellas saben? Tres niñas, seis ojos para ver, todo un muestrario, tampoco es cuestión de tener que andar mirando los dos millones de ojos del millón de refugiados hutus que ya se han muerto. Hubo un médico argentino que fue el único que quedó en zona de combate, qué talento el nuestro para estar siempre presentes, el tordo allá con las pibas, es casi como un embajador que nos enorgullece. Esto de Ruanda y Zaire es un lío, ¿quién lo entiende? Es difícil hasta imaginárselo en colores aunque la tele ande bien; uno se piensa que esas cosas pasan solamente en blanco y negro, ¿será causa y efecto de las fotos de los diarios? Cuánto budista que todo lo comprende, dan ganas de probar un om bien largo. ¡Chicas vengan! No son horas estas de andar solas por la calle, puede pasar cualquier colectivero que como todos está loco y no sería nada lindo que las pisase, tuviéramos que amputarles las piernitas o recoger sus ojitos reventados del asfalto en la avenida de los Incas.

Cine de acción

Las aguas bajan turbias. Allá arriba algo están haciendo mal, las balas no les salen, por ahí hasta no hay mala intención. qué se yo, digo yo, que soy nada más que un simple espectador, ¿o acaso las películas no son responsabilidad absoluta de los directores? Mejor no me miren a mi, yo no miro a nadie, la pantalla está allá arriba, es imposible confundirse, bien alta y a la vista de todos; yo pagué mi entrada, no me jodan, quiero ver a las estrellas. Hay un par de tipos que hablan durante la función, ¿no se dan cuenta de que molestan? Al menos un poco de pudor, cordura, buena educación, griten bajito, che, el centro del mundo nos está mirando desde la fotografía, ¿qué ganan con tantos comentario y alharaca? Si el film es malo esperemos que den otro más bueno, después de todo se es nada más que un entretenimiento. Molestan como moscas los se quedaron afuera; si nadie los participó, muchachos, ¿qué esperaban? No se aceptan colados a esta gala que se parece tanto a un festival. Debe haber un jurado para juzgar en paz y los invitados nos merecemos un poco de respeto; es que necesariamente tiene que haber ganadores y perdedores, chicos, y es muy feo declarar el primer premio desierto. Al final los tiros aciertan en el medio de los ojos, no son tontos, y la música es preciosa y gana el héroe. Comamos un turrón, vienen los títulos.

La bombonera

Antes, en el terreno de juego no había nada. Seguramente habrá pasado por allí algún indio niño a zancadas dichosas hacia el río sin manchas para volver y jugar con barro y, ¿por qué no?, gritar de risa. Ahora está el estadio, imponente vasija, para contener la alegría y que no se desparrame por todos lados; al fin y al cabo, la felicidad es un espejo casi circular y circulan setenta mil kilowatios y desde chicos nos lo advirtieron: la electricidad es contagiosa. ¿Se puede describir una jugada? ¡Callensé por favor los relatores! El relato es el hecho, son piernas y reflejos, cosas que empiezan algunos y otros completan con la mirada: un buen acierto siempre lo termina el hincha. ¡Silencio! ¡Silencio! ¡Que se escuchen solamente las respiraciones! ¡Atención! ¡Oigan palpitar, tiembla el cemento! Puede escucharse el aletear de una mariposa feliz y ¿qué importa si breve? ¡Adelante, ahora si, gritemos gol! Cada vez que sucede sucede a perpetuidad y a veces es lo mejor que podemos recordar ante tanto olvido imperdonable. ¡Vamos! ¡Ya mismo volvamos al partido! ¡Somos guerreros indios desatados! Bravo. Por favor señora, devuelva la pelota, que hay que seguir jugando.