lunes, 8 de octubre de 2007
El doctor.
Camina desde hace un tiempo con un bastón parecido al de Borges
que sus cinco hijos le compraron en San Telmo. No escribió. Fue
un hombre de acción: no navegó por los diversos mares del mundo
pero supo desde siempre que un muerto no es un muerto: es la
muerte, y contra ella anduvo poniendo las manos en las llagas,
abriendo las gargantas, oliendo los olores de los cuerpos, revisando
de pies a cabeza corazones rotos, gripes, embarazos, infecciones,
visitando cada una de las miles de casas cuando la epidemia de
parálisis infantil, curando. Con seis huevos le pagaban o con una
gallina o con diez pesos, da lo mismo, sanar es lo que importa. Hace
sesenta años no había allí antibióticos ni avenida General Paz ni
ferrocarril, pero hubo allí su consultorio con la misma vitrina, los
mismos tambores con gasas el mismo estetoscopio, el mismo tacho
de basura y la misma banqueta donde se sienta aún a mirar en los
ojos de un enfermo. El Hospital lo vio cada mañana, el consultorio
cada tarde y ninguna noche entera pasó con su familia. Su único
paraguas lo protegió hasta las casas de chapa cuando llovía y había
que cruzar el lodazal para llegar a cualquier hora. Ahora llega de la
mano de la mujer que ama, casi no habla, mira muy serio el homenaje
que le hacen y oye muy serio las palabras de los funcionarios
mientras piensa en que luego se comerá una naranja y después
caminará. Junto a la placa con su nombre plantan un pino, lo
acaricia, y agradece, y ya quiere llegar lo antes posible a su
plácido jardín.
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