lunes, 10 de septiembre de 2007

до свидания (Adios)

Amada Galina, ya está Rolando presentando la función, escucho el clarín desafinado y los redobles a destiempo y me decido a escribirte con el corazón abierto, como si fuera yo un chico con fe en su primera confesión. Es evidente para ambos que desde hace ya bastante tiempo yo no soy prioritario para vos. Y a veces las cosas mas evidentes son las más difíciles de reconocer. Uno se niega, quiere luchar contra la idea que ya sabe y al mismo tiempo pretende olvidar. Pero tarde o temprano la evidencia se impone. No podemos luchar contra lo que sentimos. Yo no te juzgo. Vos lo sabés. Y también sabés que es verdad que eso que parece una manera de juzgarte es en el fondo una desesperada necesidad mía de lograr hablar el mismo idioma. Y eso no pasa. Alguna vez los dos creímos que iba a ser posible, pero no lo fue. Yo era joven y confiaba en mí, vos casi una niña que también creías que alguna vez yo iba a ser capaz de inventar un gran número o atreverme a ser empresario y fundar mi propio circo. Gran Circo Internacional de la Luz íbamos a llamarlo, ¿te acordás? Hoy te dije que se me había ocurrido una nueva rutina y apenas empecé a contártela ya me habías interrumpido cambiando de tema. Yo sé que no lo hacés de mala ni para hacerme sufrir, pero no sabés cuánto me duele esa forma tuya acostumbrada, cansada de mí, y por supuesto, también me duele que te agote mi dolor, mi fracaso, mi baja estima. Yo sé que mis conflictos, por reiterativos, acabaron por agotarte. No estoy dramatizando. Simplemente hablo con objetividad de mí y de vos. Lo que pasó hoy es un ejemplo al pasar, si querés menor, pero significativo. Yo sé, y vos también, que hoy para vos fue más importante y trascendente hablar con Fabricio que conmigo. No te acuso de cruel, pero vos sabés que yo no entiendo el italiano. Nuestro problema es que no sólo hablamos distintos idiomas, también tenemos distintos sentimientos el uno hacia el otro. Galina mía, debemos enfrentar que vos ya te cansaste de muchas cosas mías, de aspectos míos que pasan a serte desde molestos a indiferentes. Y que si no te animás a hablarlo conmigo es porque no querés dañarme ni empezar discusiones que nunca llevan a entendernos. Pero, ¿vas a lograr vivir mucho tiempo escondiendo eso? De hecho no podés esconderlo. Se nota. Soy objetivo. No sólo hablo de tu mirada hacia mí como payaso; fundamentalmente veo tu mirada hacia mí como tu hombre. Yo veo en tu mirada que ya no lo soy. Y te juro que eso desencaja. Porque no hay culpa ninguna tuya. Lo terrible es que esa mirada tuya -que desearía yo enamorada mucho más que cualquier aplauso- ve ahora a un hombre viejo, que nunca fue brillante, ni le quedan gestos ni ademanes para sorprenderte, y del cual no podés esperar mucho, del cual nada mágico esperás. Es mi culpa. Tengo que aceptar que ya estoy gastado, que ya no sirvo más, que fracasé, que nunca me atreví a subir al trapecio ni me resolví a ser un domador. Yo sé que Helmut es fascinante cuando mira fijo al león, le dice ¡ruhe! y el león le obedece. Yo sé que es maravilloso verlos volar a Pepino y a Laura de una cuerda a otra en saltos mortales que yo jamás me atrevería dar. Porque si al menos me atreviera, y subiera, como ellos, sin red, y cayera y muriera al fin en medio de una función inolvidable, yo me haría para vos inolvidable. Pero no, ni siquiera me atrevo a subirme a la mitad de la escalera cuando Antonio disfrazado de oso me persigue. Hace un rato vi que mirabas la foto que está pegada en la heladerita de cuando nos conocimos, en la gira por el Noroeste, en Purmamarca, al pie del cerro de los siete colores, vos y yo sonriendo frente a la carpa, creyendo, nuevos, que todo sería posible. Yo todavía era fuerte y a tu lado pensé que habría revancha, que tendría sentido alguna vez este padecimiento de querer hacer reír recibiendo siempre yo las cachetadas de Paulino. Y eso me sostenía ilusionado y feliz, y podía al menos ocultar tanta desdicha ante las silbatinas feroces de la gente. Yo quise ser un artista y me quedé únicamente con mi pobre maquillaje y mi traje ajado y descolorido; sin rebeldía, sin coraje, sin locura, sin ego, sin talento, sin fuerzas. Hoy soy un cuerpo que se arrastra a duras penas, un corazón que siente un miedo tan intenso como cuando niño, y una mueca de tristeza en mi cara que ninguna máscara ya puede disfrazar. Si alguna vez fui capaz de sacarle al menos una sonrisa al público, hoy ni siquiera puedo eso. No hacer reír a nadie no es mi mayor condena; no hacerte reír a vos es mi sentencia. Y a pesar de todo intento creerme muchas veces inmensamente feliz, como en un espejismo que me fabrico, hasta que comprendo que tu manera de amarme cambió, tu manera de mirarme, de sentirme cambió, y hoy es una manera que ya no tiene la necesidad de la entrega mutua y mucho menos, absoluta. Te pido perdón por todo lo que te merecés y no te di. Te pido perdón por no ser capaz de brindarte todo eso que bulle adentro tuyo y que le exigís a la vida, por todos los kilómetros que soportaste a mi lado en el carromato, por no haber logrado nunca que nos contrataran en circos europeos, por todo lo que no te sorprendí, por todo lo que no te di, por todo lo que no fui capaz de lograr para que me admirarás. Nunca estás más hermosa y viva que cuando admirás a alguien. Y eso no te ocurre conmigo desde hace años. Hubo un tiempo en que tuve sí ese privilegio, y eso prueba que no sos culpable de nada, porque cuando sentías que te tenías que entregar totalmente a mí lo hiciste. Y ahora, simplemente no podés hacerlo porque ya no lo sentís. Me queda todavía cierta inteligencia como para decirte que sigas siendo como sos. Conservá tu locura, tu caos, seguí siendo esa contorsionista con un cuerpo que parece no tener principio ni final, porque solamente una persona muy libre puede ser como vos. No pierdas ni tu libertad ni nada de todo eso que en mí es miedo. Seguramente te envidio. Una última dignidad me hace pensar que no, pero empiezo a dudar. Perdonáme también esta agonía diaria que debo ser a veces, en la cual te debatís entre el deseo de que mi corazón reviente en medio de una función y el deseo de que alguna vez pueda por fin yo perder el pánico escénico. Perdón por generarte esas contradicciones tan feas que te hago vivir. Perdón por anhelar lo que no fui digno de ser. Sabé que te amé siempre y cada día a la distancia te amaré mas, y que en cada carcajada que no reímos, hubo en mí la tristeza de saberlo. Te dejo, amada, me voy donde ni yo lo sé, te libro de mí. Ojalá mi ausencia te resuelva a volver a Rusia y allí valoren todo lo que valés. Quizá alguna vez alguien pueda traducirte esta carta, pero será mejor que no, será mejor que ignores para siempre lo que aquí te escribo, que ignores este modo cobarde de huir, para imaginarme un canalla que se atrevió a dejarte porque se enamoró de una ecuyere y fue tras ella.