lunes, 8 de octubre de 2007
Cayasta, ciudad, ruinas bajo el agua.
Corre, corre el indio de la casa de don Emanuel Montiel
hasta la Iglesia de la Merced llevando los recados y va luego
a la Iglesia principal y de allí al convento donde los Jesuitas
le enseñan las palabras que deberá decir en la más pequeña,
la Iglesia de los indios. Camina y sabe que él no pelea contra
esos hombres que han venido. Su padre no pelea y él tampoco
entonces y juntos atienden también la finca de don Cristobal
Garay. Corre y piensa que no conoció a don Juan, el fundador,
que hace mucho se ha ido a gobernar otros lados pero se complace
en servir a su hija Gerónima y a Hernando Arias de Saavedra.
No entiende a los de su piel que pelean contra esos hombres.
Su padre no pelea y sus hermanos tampoco. Los que pelean
atacan cuando crece el río y aunque la ciudad está alta el agua
daña. Habrá después de ir a la casa de los Garay y allí mirará
todo siempre como espiando. En la Plaza de Armas están
matando a un indio parecido a él. Se detiene pero no quiere
mirar. Mira y al rato sigue caminando. En el Cabildo gritan,
puede oírlos. Esos hombres siempre gritan. El día es claro
como los ojos de una joven blanca cuyo nombre ignora.
No hay viento y las cañas no sacuden ruido y los tigres
hoy no atacan. Las nutrias andan por el río que se quedó
tranquilo y no se mueve.
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