miércoles, 10 de octubre de 2007
Silencio heroico
Tenía, ¿tendrá?, cara de nazi, apellido de jerarca, actitud
de hombre de la Gestapo, pero era, ¿es?, nada más que un
santafecino, y para colmo bancario. Toda una vida padeció jefes,
fue puntual, ascendió lentamente, contó billetes ajenos y los vio
únicamente como pedazos de papel, estos de ahora son deplorables,
destiñen enseguida, se ajan pronto, no como aquellos grandotes
con el General San Martín en su apogeo.
Los tiempos cambian. La vida es dura. ¿Al fin y al cabo por qué no?
Calláte, calláte, le dijeron todos desde siempre. Soy un poeta y
pocos me comprenden, calló Fendrich. Soy ambos del que piensan
que soy, calló Fendrich. Soy ambos y en los dos estoy yo, dijo
San Agustín. Las cosas no tienen significación, sino existencia,
dijo Caerio. Y voy a escribir esta historia para probar que soy
sublime, dijo Alvaro de Campos. Bastante metafísica hay en no
pensar en nada, replicó Caerio. ¿Pero no ven la poesía de mi acto?,
calló Fendrich. ¿La existencia sublime de mi nada?, siguió callando
Fendrich. ¿Qué metafísica más contundente que 3.200.001 nadas?,
calló Fendrich. ¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la
palabra!, dijo Vallejo. Para expresar mi vida, mi entera vida, cada
uno de mis gestos, mis hijos y mi amor, mi pequeñez y mis hazañas,
sólo cuento conmigo, ¿por qué entonces piden más? Seguramente
daré alguna que otra excusa, coartada aprendí que le dicen,
tal vez hasta sea cierta, pero qué lástima romper con el misterio,
calló Fendrich. Un héroe sabe soportarlo todo incluso
la ignorancia ajena.
Memoria
(Q E P D) Su esposa, sus hijos, su nieto, familiares y amigos,
participan su fallecimiento y que sus restos fueron inhumados
en el cementerio Libertad, Merlo. Servicio Empresa Juarros
y Ollero. Precedentemente al momento de su muerte cerró
la ventana que estuvo siempre abierta, tapó con los postigos
la luz de la mañana y clausuró las ganas. Dejó en suspenso
todos sus criterios y ya no olió su jazmín, desentendido, y no
acarició los pétalos que antes fueron una textura tan preciada
como la piel que amó. Prometió no volver a mirarse en el espejo,
aunque sabía que no habría promesa más fácil de cumplir, y
apenas con la satisfacción de un desertor se ordenó al silencio
sin buscar ningún refugio. No reparó en nadie, y se dispuso.
Esperó sin siquiera pensar en ese instante, apartado por fin de
todo intento de certeza. Abocado sólo a no saber, pretendió
también un último consuelo: no recordar. Murió sin esa dicha.
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