lunes, 16 de julio de 2007

La captura del instante -XVI-

Ella camina por Madrid y quiere jugar a las preguntas; háganme las preguntas del amor, pide, ya que hoy ha vuelto a no saber y entonces todo lo puede contestar porque el deseo es nuevamente trémulo, turbado, entre el miedo y el arrojo. Es linda, delgada, y camina como si sus pies anduvieran a diez centímetros del piso. Pasa su mano izquierda por un viejo cartel de Sastrerías y la derecha oscila entre encender el cigarrillo o tocar la cabeza de un niño que le traerá la suerte. Las escaleras para llegar a la catedral la empeñan como trepando por la espalda del hombre más deseado; podría ahora descansar su mirada de todas las fatigas de su vida joven. La altura es un espacio que no es jamás ajeno aunque el paisaje sea propio apenas un momento. Deduce ofrecida la roca en la cantera a las manos que la harán fragmentos y luego al dibujo y al cálculo y a los andamios, a la altura prevista, a la alcanzada. No importa la fe del arquitecto; conoce las maneras para alzarse. La catedral elevará durante el resto de los tiempos los ruegos como un lazo benéfico. La esperanza de eternidad es inacabable. Un artesano pule todavía la pequeña ménsula de una lumbrera donde engarzarán vitreaux con imágenes de ángeles que tienen el rostro de los niños que serán mañana los herederos de la eterna construcción. Cuando oyó, recién, las voces de la noche, supo que vendrían inefables y el silencio sería todo lo sucedido, preciso, fugaz, incomprensible. Sigue caminando y a nadie espera ahora en la Puerta del Sol. Marca el campanario su prisa pero es lenta su marcha para ella. Calla el campanero y los murmullos de otros dictan la felicidad de la que no será sino testigo. Livianamente, en calma, aquí se encuentra el azar y se divergen luego los destinos alegres, amables, correspondidos, dados a la actitud de la belleza. Regresada de donde nació, ella otra vez va yendo donde ignora. Sopla el canto su viento con la persistencia de la cruz de mármol. El señor rey en sus jardines paseó ayer entre las moras que pendían altas y las castañas que comió, piensa ella, y se ríe de pensar en la Nobleza. Mira otra vez la catedral que ya quedó lejana y es híbrido el color de la piedra, pero agraciado por la luz de la puesta del sol. Las nubes en cambio son coloridas como rocas en el mar si amaneciera. Si llegara a saberse la verdad nada se sabría, argumenta: en la ignorancia el espiral de la mirada ciega su historia. Hoy de mañana tuvo una idea que al revelarse fue iluminación y es ahora certeza que ennegrece y por eso la desecha: ella misma es basura, dice, aquello que se arroja, lo que no ha de verse nuevamente. Nada hay ya por esperar, salvo una nacida idea nueva que a resguardo quede de la consumación. Ella se empeña en asistir al nacimiento de la idea para matarla de inmediato. ¿Será posible tal hazaña siempre? Las consecuencias de los sucesos lejanos, la rama seca que agarra, su pie trepando, el detalle del aceite del olivo en el recuerdo de su madre, la tristeza del crepúsculo entregada a unos suspiros que no puede comprender. Y su anuencia al porvenir que ya no espera, y al celo con que alguna vez protegieron su sonrisa. Delicadamente un pájaro sigue volando mientras ella quisiera abrazarse a alguna orilla. Se sabe siempre moribunda, como el humo y la noche.

2 comentarios:

  1. La luna vino a la fragua
    con su polisón de nardos.
    El niño la mira mira.
    El niño la está mirando

    En el aire conmovido
    mueve la luna sus brazos
    y enseña, lúbrica y pura,
    sus senos de duro estaño.

    Huye luna, luna, luna.
    Si vinieran los gitanos,
    harían con tu corazón
    collares y anillos blancos.

    ResponderEliminar
  2. A quien escribió el poema anterior, gracias por tanta belleza. Me recuerda a Miguel Hernández.

    ResponderEliminar