jueves, 14 de junio de 2007

La promesa del instante -XI-

El cómico de la televisión no lo hace reír porque cuenta su chiste en un idioma que no comprende. Aún así imagina que es gracioso: circunspecto, le bastan pocos movimientos para causar desastres a su alrededor; y sin embargo no es filosófica su gracia, no crea el caos como un desafío. Es un cómico sin intención, cuyo asunto indescifrable es contar la historia de su estar allí como un personaje que el orden prevé incluso en su débil conocimiento. La mujer que a su lado también lo mira tampoco se ríe. Él cree que ella se da cuenta de que su verdadero interés se dirige a ella; él quiere creer que a ella le sucede lo mismo con él. No conocerse hace ideal la situación: quieren ocultar un impulso mutuo, pero como siempre la voluntad muestra sus resquicios y ambos perciben la posibilidad de un destino común. Este deseo es amor porque todo deseo es un deseo de amor. Los dos continúan calladamente ignorando sus voces. Él puede olerla y deduce que ella a él. La voz del cómico, sus palabras sin sentido, evitan el silencio incómodo, los privan de la violencia de tolerar no decir nada y los desembarazan de la compulsión que les impondría al menos un malestar sin posibilidad de resolución. Desconocida para él, ya ama su cara de mujer que ya no es joven, la fragilidad de sus movimientos, su manera de cruzar las piernas, sus pies livianos. El cómico gira apenas y arroja al suelo un jarrón que estalla. La mujer, a su costado, baja la vista queriendo que él no ignore su desesperación. El viejo hotel ahora es un posible hogar.

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